El guango

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Otavalo es una ciudad pluricultural que acoge 2 lenguas: el castellano (lengua oficial) y el kichwa o runashimi (lengua vernácula). Su población indígena está conformada principalmente por pueblos kichwakuna: Otavalo, Kayambi, y Natabuela. En la zona de Otavalo, antes de la llegada de los incas, existían distintos pueblos indígenas; fueron los primeros pobladores de la provincia de Imbabura los angos y los imbayas. Con la llegada de los españoles y el coloniaje, los indios pasaron a ser siervos y esclavos de los colonizadores, a nombre del cristianismo se les sometió a una explotación que casi extermina la población originaria y en algunos pueblos se les obligó al exilio, como ocurrió con los pimampiros, que tuvieron que huir hacia el nororiente de la Amazonía.

Según la antropóloga y especialista en estudios étnicos, Zoila Sarabino Muenala, la población kichwa otavalo ha surgido gracias a la autovaloración de su identidad étnica, basada en las tradiciones y valores culturales. A esto se añade varias prácticas culturales: el esfuerzo de su trabajo comunitario, desarrollo de las empresas textiles, las redes familiares y los lazos de parentesco.

El otavaleño reafirma su identidad en relación con elementos como el uso del idioma, la vestimenta, las tradiciones y costumbres propias de su cultura.

En las comunidades primitivas, por ejemplo, para evitar la endogamia (matrimonio entre personas de un mismo clan dentro de una tribu) y fomentar la exogamia, los pueblos buscaban distinguirse unos de otros utilizando diferentes artilugios como adornos corporales, tatuajes, vestimenta, entre otros.

Una de las características más importantes con que se distinguía a diferentes comunidades kichwa, era el vestuario. La cushma, fue el vestido originario de los Otavalos, un atuendo desde los hombros hasta los tobillos hecho de lana de alpaca sin tinturar.

La actual indumentaria de este pueblo fue impuesta por los españoles de acuerdo con la usanza de una región de Castilla de la época de la conquista hispánica, según la cual, para distinguir a una etnia de otra, a los de Otavalo se les obligó a recogerse el pelo en una trenza, particularidad que se ha convertido en uno de los tantos símbolos externos que identifican a este pueblo.

Se conoce como guango o guanga a la trenza que forman la mayoría de los indígenas con su larga cabellera y que les cae sobre la espalda.

Según el investigador y gestor cultural, Juan F. Ruales, tanto el kichwa, impuesto por los incas —y que se extendió como ‘lengua general’ en la época colonial—, como el vestido y la trenza, además de hualcas, gargantillas, alpargatas, etc. Son los elementos externos que se han convertido en costumbres y tradiciones que deben ser respetadas y, de alguna manera, fomentadas y conservadas, ya que abandonarlas significaría olvidar su identidad.

“En la vestimenta del hombre indígena es muy importante su largo cabello, recogido en una trenza como rasgo de identidad, este constituye el más elegante complemento de la indumentaria. Por otro lado, en la mujer indígena una faja llamada huma huatarima cubre su cabello, sujetado en guango y que sirve para envolver el cabello y protegerlo”, dijo Ruales.

El guango —señala— es sagrado, es un legado ancestral que permite que los kichwa otavalo puedan identificarse en cualquier parte del mundo. Además, está vinculado con la fuerza y la sabiduría de cada individuo.

En la actualidad, debido a los fuertes procesos de aculturación, acelerados con la globalización, las nuevas generaciones han ido abandonando la trenza, el vestuario y el idioma.

Además, los procesos migratorios familiares de los kichwa otavalos han generado que su cultura y sus prácticas colectivas adquieran nuevas tendencias que provienen de otros países.

Dando lugar a expresiones culturales nuevas alejadas del Kichwa y distanciadas de su cultura, de su origen y de su historia.

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«El guango, un rasgo de identidad del pueblo Otavalo». eltelegrafo.com.ec. Diario EL TELEGRAFO, 30 de abril de 2016. Web. 29 de diciembre de 2022.

Un poemario kichwa

El poemario está escrito en lengua kichwa y castellano, su hilo conductor es la filosofía andina, pues los poemas están estrechamente relacionados con los tres Ukus o mundos espirituales: Hanan Pacha (el mundo de arriba), Kay Pacha (el mundo de aquí) y Uku Pacha (el mundo de abajo).

Los Poemas Andantes recorren y recuperan la ancestralidad del publo kiwcha, en sus versos se reflejan Dolores Cacacuango, la madre, la abuela y la bisabuela de la escritora y toda una cosmovisión de su pueblo. Además, reconoce la vida de actores culturales de Imbabura.

Purik Arawi entrega a los lectores todo un compendio de literatura bilingüe, se trata de vivencias cotidianas que he vivido, creo que estas pequeñas historias, estas pastillas hechas prosa pueden reconocerse los lectores, puede ser un reflejo de sus vidas, dijo la poeta Gladys Potosí.

El proceso de creación del poemario – señala la autora – nace en 2015, con la recuperación y aprendizaje de la lengua originaria. Indica que de tres minutos que de una conversación de dos hablantes kichwas, el 80% de palabras son castellanas.

“Para poder escribir este libro he tenido que realizar un proceso de reaprendizaje del vocabulario y estandarización de la lengua kichwa. El libro es el resultado de ese proceso de investigación y de mi transformación”, dijo la poeta.

Gladys Potosí, con este libro quiere motivar al lector hacer cosas positivas por la vida, que a través del arte y la literatura se pueda sostener el mundo globalizado “este es un mensaje para que todos seamos constructores de paz y de amor”, comentó.

La autora mencionó que con el poemario el lector podrá viajar a diferentes mundos “ viajaremos al cielo, al submundo, al presente, al sol, a la luna, estaremos en el mirador Muchanakum Rumi, un poema es el creador de un universo y el lector tiene la oportunidad de leer y crear sus propios universos”, aseguró.

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Fuente: “Purik Arawi, un poemario que rescata la lengua kichwa”. elnorte.ec. Diario EL NORTE, 2 de octubre de 2022. Web. 11 de octubre de 2022.

Una celebración ancestral

Aunque nada detiene la celebración del Inti Raymi, ni la pandemia y peor aún el paro nacional que se ha estado viviendo, esta ceremonia ancestral es muy importante para la comunidad indígena, no solo de Ecuador sino de otros países como Perú, Bolivia y Chile.

Bailar en un círculo mientras se canta y se tocan instrumentos tradicionales es lo que se ha visto en medio de las manifestaciones, específicamente en Quito y una parte en Imbabura. Recientemente el 21 de junio se celebró el Solsticio de Verano, que también es parte del Inti Raymi.

José Echeverría, docente investigador de la Universidad Técnica del Norte, UTN, explica que el 21 es la culminación del ciclo agrícola que fue un referente temporal para la época, es decir, “los solsticios equinoccios eran referentes para organizar el tiempo”.

El Inti Raymi es el festejo del sol, de acuerdo al docente es un nombre popularizado con la conquista incaica, que se solía llamar Aucay Cuzqui Inti Raymi, “acá probablemente el nombre propio era Hatun Puncha (la fiesta grande), pero con la llegada de los españoles le pusieron un término cristiano que es San Juan. Antes de los incas ya había una veneración al sol que era el Dios mayor visible y en cada etapa del crecimiento del maíz había una fiesta”.

“Con el Inti Raymi se implora a los dioses andinos para que la cosecha sea exitosa y al mismo tiempo se agradece a la pachamama”. Sin embargo, lo que más llama la atención, según el investigador es la pelea ritual o batalla, que se da normalmente en Cotacachi.

En la actualidad hay cambios, José Echeverría señala que ya no hay la visita que hacían las cuadrillas de bailarines a las casas que estaban en el mismo campo, ahora hay más concentración en los parques y plazas. “Ya se folclorizó”. En la vestimenta también se ven cambios.

“Originalmente era un remedo a los españoles, el pantalón era el famoso bombacho y cubrirse la cara con caretas de malla, pero ahora se disfrazan de cualquier cosa, incluso no se disfrazan y bailan con su vestimenta que usan a diario”.


Fuente: «Inti Raymi: Una celebración ancestral que ha tenido cambios». elnorte.ec. Diario EL NORTE, 24 de junio de 2022. Web. 20 de agosto de 2022.

Sixto Mosquera

EL SALUDO REVERENTE DE SIXTO MOSQUERA

 Escrito por Jaime Núñez Garcés, Otavalo abril 2022.

“Estirpe será de cóndores
valerosos en su tierra, 
de la tierra en que sus alas
con alborozo batiera,
espantando a las palomas
dormidas en las cubiertas,
y a Doña Carmen, su madre,
dándole angustias y penas.”

Recuerdo que durante los años escolares, sentíamos una predilección única por el avioncito de hojalata colocado sobre un conjunto de siete nichos, a escasos metros del ingreso al camposanto, cuando concluía la cristiana acción de escoltar cortejos fúnebres, ajenos al dolor de quienes los encabezaban. l La infantil impresión, nos despertaba el deseo incontenible de manipular tan atractivo objeto, mientras imaginariamente abordábamos la nave para alcanzar horizontes ignotos. Firme, con su proa señalando el norte enfrentaba al decurso irrebatible del tiempo, las brisas intermitentes hacían girar su hélice, ansiosa por impulsar algún vuelo minúsculo.

Infinidad de lluvias, soles caniculares u otros ímpetus veraniegos, han acariciado su fuselaje de fantasía, añadiendo sutiles brochazos de óxido y vetustez. Lucía ya destartalado, con sobre horas de perpetuar una insigne memoria, hasta caer abatido por obra de manos desaprensivas.

Con expresión serena y facciones inalterables a pesar de las décadas transcurridas, la propia efigie en altorrelieve del Capitán Sixto Mosquera custodia sus restos mortales, aparenta contemplar el septentrión azulado de la querencia siempre vigente. Aromas de cipreses trasquilados y una quietud quebrantada periódicamente por funerales de  luto riguroso, manifiestan solidaridad con la blancura dominante del entorno.

Las primeras referencias sobre la personalidad del distinguido piloto otavaleño, nos llegaron vía profesor del grado, estas, hacían inevitable el contertulio de admiración entre los compañeros. Testimonios fidedignos, aderezados con la cautivante narración, propia de las generaciones precedentes, han contribuido a un conocimiento mayor, fundamento sustentable para el relato concurrente.

La innata vocación de querer remontar las alturas, exigió a Sixto Mosquera Pinto, prepararse debidamente en la base de Salinas, y capacitarse después en Ground School, Corpus Christi y Pensacola, academias aéreas estadounidenses en donde según publicaciones, se alistaban los pilotos más experimentados para combatir en la segunda guerra mundial.

La apacibilidad de sus años infantiles y juveniles, encontró espacio en las aulas de la escuela Diez de Agosto y del Normal Rural Alejandro Chávez respectivamente. Estudiante aventajado que por costumbre acudía con otros miembros del “Nautin Club” a nadar en el Neptuno, o al taller de Don Augusto Dávila, para dar rienda suelta a la camaradería lugareña.

Una indescriptible satisfacción invadiría su ser al recibirse como aviador de la Fuerza Aérea Ecuatoriana, atrás quedaban rezagados sus primeros vuelos, y para empolvarse, el diario donde escribiera: “Primer vuelo nervioso. Segundo emocionado. Tercero, perdí el miedo por completo”. Ese momento, su sueño era ya un hecho real, quizá cuando niño revestía caracteres utópicos, al mirar un avión cruzando el cielo imbabureño.

La determinación de saludar desde el aire a su entrañable tierra, surgió espontánea, compromiso ineludible que cumplió en más de un 31 de octubre, fiesta cívica de Otavalo declarada como tal por el Ingeniero Federico Páez, encargado del mando supremo de la república, mediante decreto número 33 del 17 de octubre de 1935.

El último día del décimo mes, era esperado con ansia para mirar el vuelo temerariamente rasante del paisano, inclusive apostaban que Sixto Mosquera llegaría, pues muchos sabían con antelación de su venida, “la primera vez nos asustamos, bajaba más o menos hasta la mitad de San Luis”, relata una testigo.

Un zumbido gradualmente perceptible, anunciaba a media mañana la grata visita. Con las manos firmes sobre el mando, pasaba revista a esa sucesión de imágenes candorosamente alineadas: la solariega beldad del Fuya Fuya, los lomeríos retozones de sus itinerarios vacacionales que vertiginosos (Cotama de frente y Rey Loma de costado) acudían al encuentro, y sobre todo, esas casitas amorosamente estáticas que formando un manojo ensoñador se hacen llamar Otavalo.

El estrépito sorpresivo hacía que las gallinas cacarearan despavoridas en los huertos de la ciudad cumpleañera y los perros elevaran al cielo su ladrido amenazador. Las aulas quedaban vacías, y los patios admitían a escueleros asombrados; el accionar artesanal paraba, porque sus hacedores salían a media calle para contagiarse del entusiasmo reinante.

La intrepidez de Mosquera en su vuelo de reconocimiento terrígeno, provocaba exclamaciones de emoción. Casa, escuela, parque, las tres iglesias con sus campanarios melodiosos y los coterráneos arremolinados, eran objeto de ese abrazo espiritual indefinible enviado desde arriba. 

Enfilando el aparato por la calle Bolívar, sobrevolaba a pocos metros del hogar querido, balanceándose daba vuelta para “entrar en barrena” e insistir con el mensaje filial a sus padres y al terruño (cuentan que en cierta ocasión muchas tejas del municipio cayeron). Dos o tres pasadas precedían a la ascensión impecable. Rebosante de satisfacción se alejaba, confiando en que Otavalo caminaría siempre adelante, porque el amor de sus hijos es eterno.

Entre las visitas realizadas, destaca la del 31 de octubre de 1947. A pesar de que el jefe del Servicio Meteorológico de la Base Aérea Mariscal Sucre, alertó sobre la proximidad de una tormenta con fuertes vientos procedentes del noroeste, e hizo conocer del peligro a los aviadores presentes, Sixto Mosquera resolvió despegar con rumbo a la cita ineludible, obviando riesgos inminentes, minimizados por esa irresistible atracción telúrica que ejerce el lugar de origen.

Un viaje lleno de peripecias prometía la bruma reinante. A las 10h00 alcanzó los 4.500 pies, amenazador, un gran manto de nubes grises pretendía impedir el paso al avión cuya envergadura se cubrió de granizo en el páramo de Mojanda, perdiendo estabilidad y altura. La tenacidad y pericia vencieron todo obstáculo, haciendo posible el reencuentro, y que la veneración paseara apartando aires festivos.

El vuelo siniestro, final e inexorable, llegó a la existencia de Sixto Mosquera un 9 de mayo de 1949. En las breñas del Runtun (estribación oriental del Tungurahua), rindió tributo a la muerte. El perfil de una aeronave delineado en las vellosidades de su amplio pecho, hizo posible la identificación del cadáver, ya que su rostro de tez blanquecina y cabello castaño medio ondulado, había sido aniquilado por decisión irrevocable del destino.

Muy adolorida, la patria chica acogió en su seno a un hijo predilecto, envuelto en el emblema patrio, sus despojos mortales repasaron la calle real en recorrido lento hasta el cementerio, y desde aquél memorable día, el avioncito de hojalata atrapaba la mirada de las generaciones nuevas y la efigie aun perenniza el recuerdo glorioso.