Crisol de ecuatorianidad

Se nos ha preguntado acerca de lo que significa ser “otavaleño”. La mejor expresión es la que reproducimos a continuación. Haga la interpolación y el concepto de “otavaleño” o cualquier grupo humano que habite en el Ecuador, la respuesta resultará evidente.


Con Cieza de León se volvieron familiares en España, desde 1553, los nombres geográficos de los pueblos del Ecuador. Los Andes se dividen en dos Cordilleras paralelas, llamadas oriental y occidental, según como ven levantarse o ponerse el sol. A trechos se unen por los nudos, que semejan columpios gigantescos y ponen límites a las Hoyas. A cada una de éstas domina, por lo general un monte nevado, que caracteriza a las Provincias. De norte a sur se escalona la avenida de volcanes, el Imbabura y el Cotacachi; el Cayambe, el Antisana y el Pichincha; el Cotopaxi y el Illiniza; el Tungurahua; los Altares y el Chimborazo; el Azuay, el Villonaco. En las Hoyas, cercadas por los montes y a más de 2500 metros sobre el nivel del mar, se ubican las ciudades y pueblos, que por lo general han conservado sus nombres autóctonos o quichuas, que evocan un origen, pre o protohistórico.

Son familiares en nuestra geografía los nombres de Tulcán, Caranqui, Atuntaqui, Cotacachi y Otavalo; Cayambe, Quinche, Yaruquí, Quito, Pomasqui, Conocoto; Alaques, Mulahaló, Pujilí, Saquisilí, Latacunga; Ambato, Píllaro, Patate, Pelileo, Mocha; Riobamba, Punín, Yaruquies, Colta; Alausí, Sibambe, Tixán, Cañar; Paute, Gualaceo, Sigsig, Cogitambo, Chordeleg y Jima; Saraguro, Paltas, Celca, Cariamanga y Malacatos. Este índice fragmentario de vocablos señala la toponimia vernácula de montes y de pueblos.

Habría que añadir una larga serie de nombres patronímicos, junto con los de la fauna y flora, que persisten en el idioma de nuestra cultura. Los más de ellos son de fonética preincaica.José María Vargas

En cuanto a su significado, posible es que la lingüística y etimología deban atribuir al origen de las lenguas, cuando a los seres del Universo se imponían vocablos apropiados a la impresión que causaban en el hombre primitivo.

Caldas ponderaba la iniciativa de los indios en imponer nombres significativos a los objetos que los rodeaban. “Un volcán que arroja de su cima columnas de humo espeso, mezclado con llamas, se le nombra Cotopaxi (masa de fuego); otro lanza de su seno nubes de arena, conmueve los fundamentos de la provincia, y arruina los templos y los edificios: se le llama el Pichincha (el temible, el amenazador); una cima inmensa cubierta de nieve y colocada el otro lado de un río, se nombra Chimborazo (nieve al otro lado); a una población establecida en una garganta estrecha que corta la cordillera, se le impone el nombre de Latacunga (garganta estrecha); y en fin, una planta que fortifica los músculos, que da vigor, que hace andar a un tullido, se llama calpachina yuyu (yerba que hace caminar)”. La toponimia ha conservado muchos elementos de cultura, que provienen de los pobladores primitivos y que se han convertido en parte sustancial de nuestra historia, constituyendo el patrimonio geográfico.

Huainacapac, para consolidar su dominio, impuso a los pueblos conquistados, el culto al sol y el habla del idioma quichua. La lengua del Inga, observa Garcilaso, alternó en los niños con el uso del seno de las madres y llegó a hablarse presto en el trato social y el desempeño de los cargos públicos. El idioma quichua fue lengua de relación y de cultura. Aceptada luego por los españoles, se convirtió en el vehículo de instrucción religiosa. Un espíritu tan culto y observador, como el del padre fray Domingo de Santo Tomás, descubrió admirable consonancia del quichua con el castellano y el latín. Este religioso dominico vino al Perú en 1540, aprendió enseguida la lengua del Inga y compuso la primera gramática, que junto con el vocabulario quichua, publicó en Valladolid en 1560. Según él, por la Gramática se puede apreciar “la gran policía de esta lengua, la abundancia de vocablos, la consonancia que tienen las cosas que significan, las maneras diversas y curiosas de hablar, el suave y buen sonido al oído de la pronunciación de ella, la facilidad de escribir con nuestros caracteres y letras: cuán fácil y dulce sea a la pronunciación de nuestra lengua, el estar ordenada y adornada con propiedad del nombre, modos, tiempos y personas del verbo. Y brevemente, en muchas cosas y maneras de hablar, tan conforme a la latina y española y en el arte y artificio de ella, que no parece sino que fue un pronóstico que españoles la habían de poseer.

El quichua convivió casi medio siglo con los dialectos vernáculos de los paltas, cañaris, panzaleos, quitos e imbayas. Hubo de aceptar de todos ellos los nombres toponímicos, que estaban consagrados por el uso tradicional.

La conquista española facilitó por de pronto la supervivencia dialectal, no obstante la imposición oficial del quichua. El quichua convivió casi medio siglo con los dialectos vernáculos de los paltas, cañaris, panzaleos, quitos e imbayas. Hubo de aceptar de todos ellos los nombres

El Relator anónimo de 1573 anota en su descripción de Quito: “En los términos de la dicha ciudad son muchas y diversas las lenguas que los naturales hablan, sin embargo: que por la general del Inga se entienden todos.

Reconociendo la realidad de este hecho y ante la necesidad de evangelizar a todos, acordó el excelentísimo señor fray Luis López de Solís, en el Sínodo de 1594, la constitución que sigue: “Por la experiencia nos consta que en nuestro Obispado hay diversidad de lenguas, que no tienen ni hablan las del Cuzco y la Aymará, y para que no carezcan de la doctrina Cristiana es necesario hacer traducir el Cathecismo y Confesonario, en las propias lenguas: por tanto conformándonos por lo dispuesto en el Concilio Provincial último, habiéndonos informado de las mejores lenguas que podrían hacer esto, nos ha parecido cometer este trabajo y cuidado a Alonso Núñez de San Pedro y a Alonso Ruiz, para la lengua de los Llanos y Otallana; y a Gabriel de Minaya, presbítero, para la lengua cañar y puruay; y a Francisco de Jerez y a fray Alonso de Jerez, de la Orden de la Merced, para la lengua de los Pastos; y a Andrés Moreno de Zúñiga y Diego Bermúdez, presbítero, la lengua quilaringa”.

El siglo XVII asistió a la agonía lenta de estos dialectos primitivos, para ceder definitivamente el puesto al quichua y castellano. Tan sólo han sobrevivido hasta el presente el jívaro entre los indios del oriente y el Colorado en la tribu de las vertientes occidentales del Pichincha.

El castellano, y quichua han convivido hasta el presente reflejando los azares del mestizaje etnográfico. Son como dos corrientes paralelas, que se entrelazan a trechos, para luego recobrar la prístina pureza de sus aguas. Con hondo sentido social observó este hecho fray Domingo de Santo Tomás, quien asistió al primer contacto espiritual de las dos lenguas. Los indios, dice, usan de barbarismos que es tomando términos nuestros (españoles) y aprovechándose de ellos corrompiéndolos y usando de ellas, no a nuestro modo sino al suyo. Y este barbarismo no es vituperable sino laudable, porque lo usan por necesidad y falta de términos de las cosas que ellos no tenían y ahora tienen, lo cual hacen los latinos muchas veces, usando de términos griegos y hebraicos, y hacemos los españoles cada día, aprovechándonos de los términos extranjeros para significar sus casas de que carecíamos y al presente usamos. Así los indios usan de muchos términos, para significar nuestras cosas de que ellos carecían”.

Cerca de medio siglo después que el padre Domingo de Santo Tomás publicó su gramática quichua, compuso otra el padre Diego González Holguín, jesuita que estuvo en Quito a fines del siglo XVI. Su propósito principal fue ofrecer en su gramática algunas reglas que se referían al manejo elegante del idioma. El español y el quichua se han impuesto definitivamente al pueblo ecuatoriano.

No se puede hablar de su cultura sin recurrir a los dos idiomas dominantes, en que se refleja la esencia de su vida. Ni se puede prescindir de los elementos lingüísticos, que anteceden al castellano, y quichua, que provienen de los pueblos primitivos y continúan viviendo en nuestra toponimia. Nuestra geografía nos ha familiarizado con nombres vernáculos, incaicos y castellanos, que reflejan la procedencia étnica. Y es digno de notarse el porcentaje. Los más de ellos son primitivos, algunas de fonética quichua y son pocos los hispánicos.

Los conquistadores españoles bautizaron algunas veces, añadiendo el nombre de un Santo, al del pueblo conquistado. Así Santiago y luego San Francisco de Quito, Santiago de Guayaquil. Otras veces, al fundar una ciudad, evocaron el nombre del pueblo español de donde procedían sus fundadores, como Loja, Cuenca, Baeza, Avila, Zamora, Sevilla de Oro, Macas y Logroño.

En el escenario de este factor estático, se realizaron el desarrollo y transformación étnicas del actual Ecuador. La prehistoria nos ofrece un mosaico de pueblos, de raza, cultura e idioma diferentes, que habían hecho ya remanso a las antiguas oleadas migratorias. La gran inmigración incaica verificó, entre otras cosas, la primera reunión política de los componentes heterogéneos, que facilitó muy luego el establecimiento de los españoles.

Somos, étnicamente, un pueblo heterogéneo. Por los elementos dominantes en la mezcla, pertenecemos a la amalgama indoibérica de razas, y dentro de ellas, al grupo hispánico. El proceso evolutivo de mezcla y transformación continúa todavía. Las corrientes etnográficas persisten con características inconfundibles.


Fuente: Vargas, José María. Historia de la Cultura Ecuatoriana, capítulo XXI. Quito: Editorial Casa de la Cultura, 1965. Web 14 de noviembre de 2016