Historia de las artesanías en Otavalo

Antes de la invasión española los indígenas tuvieron sus propias formas de producción artesanal; elaboraban productos especialmente diseñados para su vestuario; la práctica comercial se basaba en el trueque. Con la conquista llegaron los españoles ávidos de riquezas y tesoros; montaron los grandes obrajes y sometieron a los indios al esclavismo; explotaron la mano de obra y sus habilidades en agotadoras jornadas de trabajo, en la producción de telas muy codiciadas en el viejo continente.

Las experiencias adquiridas en los obrajes fueron transmitidas por generaciones y fusionadas con los conocimientos de procesos artesanales ancestrales. Esto posibilitó producir diversas artesanías con grandes alternativas de comercialización y, consecuentemente, la reivindicación de la atadura española.

A inicios de 1900 algunos indígenas de las comunidades de Agato, Quinchuquí, Peguche y otras realizaron los primeros viajes a ciudades como Quito, Latacunga y otras, para vender sus productos. Estos viajes, que duraban dos o tres días, lo hacían a pie, por los senderos o chaquiñanes.

Aunque las utilidades que generaba la comercialización eran mínimas, algo muy importante se lograba: promocionar los productos manufacturados y la apertura de mercados en otras ciudades del país.

Los productos artesanales tuvieron gran acogida en las ciudades del sur del país, lo cual despertó el interés de los pobladores de algunas provincias como: Cotopaxi, Tungurahua y Chimborazo. Poco a poco llegaron a Otavalo comerciantes de Saquisilí, Guano, Guamote y de otras ciudades en busca de los productos artesanales. El espacio que hoy ocupa el inmueble de la Sociedad Artística fue el primer sitio de exhibición, donde aproximadamente una docena de artesanos provenientes: de Carabuela, Ilumán y de otras comunidades anteriormente nombradas desarrollaron el comercio de artesanías.

Luego de un corto período, el «pequeño mercado» fue trasladado al actual parque «González Suárez», donde funcionó con un mayor número de expositores que ofrecían: cobijas, lienzo, bayetas, casimires, chales, chalinas, ponchos, sombreros, etc.

Para fines de 1940 el comercio de las artesanías constituía una actividad importante, con grandes perspectivas, lo que obligó a la reubicación final, en 1950, en la parte sur de la actual Plaza Centenario o también conocida como Plaza de Ponchos. La construcción de la infraestructura, en 1972, permitió mejorar la imagen del mercado y el comercio artesanal.


Fuente: Maldonado, Segundo. «Historia y realidad comercial de las artesanías de Otavalo»lahora.com.ec. 31 de agosto de 2018. Web. 28 de enero de 2020.

El Teatro Bolívar

El Teatro Bolívar, ícono cultural y patrimonial de la ciudad de Otavalo, cumplió 100 años de existencia. En 1918 fue construido, inicialmente como un galpón, por Segundo Miguel y Tomás Abel Pinto, propietarios del terreno. El estreno se lo realizó con la obra de drama “El Recluta”, evento que fue organizado por la Sociedad Artística.

El escritor Álvaro San Félix, en su obra “Monografía de Otavalo”, tomo II, registró aquel suceso histórico que marcó un hito en el quehacer sociocultural de la urbe Sarance. En el documento también refiere que desde 1939, por incursión de un ciudadano alemán, se realizaron proyecciones de películas y en 1945 el sitio fue afectado por un incendio. Pero en 1948 se inauguró el nuevo local, con el film “Simbad el Marino”.

Desde entonces, el inmueble fue el escenario para la realización de diferentes actividades culturales, como funciones de teatro, presentaciones artísticas, eventos institucionales y, especialmente, para la difusión del séptimo arte, el cine, con películas que han sido el deleite de varias generaciones de otavaleños que han visitado la emblemática edificación.

Patrimonio rehabilitado

La actual administración municipal, presidida por el Alcalde Gustavo Pareja Cisneros, mediante Resolución Nº 03-2017, declaró de utilidad pública al Teatro Bolívar, con la finalidad de adquirir este bien patrimonial, a un costo de 477.565 dólares, luego de un acuerdo al que se llegó con la familia Pinto Mancheno, propietaria del inmueble que posee un área total de 661,40 metros cuadrados y está ubicado en las calles Bolívar y Abdón Calderón, en el centro de la ciudad de Otavalo.

El paso siguiente fue la restauración, con una inversión municipal de 227.000 dólares. Los trabajos consisten en el cambio de piso, para reemplazar las antiguas y deterioradas duelas por tablones de chanul; renovación de las butacas; adecuaciones en el segundo piso, con el cambio de cielo raso, instalaciones eléctricas y pintura externa e interna de la edificación.


Fuente: Expectativa. “El Teatro Bolívar, 100 años de historia al servicio de Otavalo”. 1 de agosto de 2018. Web. 3 de noviembre de 2019.

Tejidos con fibra de alpaca

Los indígenas otavaleños tienen una interesante historia por el mundo. Están en las calles y ferias de Milán, Berlín, Madrid o El Cairo; en el verano de Génova o el invierno de New York. Se desplazan como nómadas y el espacio más pequeño para ellos significa la posibilidad de vender sacos, bufandas, gorras, guantes y otra variedad de productos con lana de borrego que durante décadas se han convertido en una marca de país.

Los grupos de música folclórica con sus guitarras, charangos, rondadores, flautas y otros instrumentos andinos animan la vida en parques, en elegantes escenarios o en las estaciones del metro, en donde siguen cosechando aplausos, admiración y respeto. Una indiscutible habilidad para el comercio nacional e internacional les permitió a través de mucho tiempo crear una interesante red de carácter familiar y comunitario para brindar al mundo sus artesanías y la música.

La modernización y un mercado cada vez más grande permitió que las exportaciones crecieran con la introducción de maquinaria sofisticada y, los telares manuales – una tradición heredada por generaciones-, se resisten a desaparecer entre el golpeteo incesante de sus ingeniosas invenciones y la paciencia de los artesanos que nos entregan tejidos de diseños atractivos y excelente calidad.

Cuando José Luis Farinango, un indígena de la comuna de Quinchuquí, cerca de Otavalo, decidió dejar su trabajo de albañil en las Islas Galápagos y retornar a su tierra para volcar toda su energía en los telares de antigua tradición. Sus jornadas comienzan en la madrugada para despachar pedidos de clientes que venden en los mercados locales y otros que exportan a Europa.

Ahora, José Luis enfrenta un nuevo desafío junto a varias familias de la cercana comunidad de Zuleta: trabajar con fibra de alpaca, una de las más finas del mundo, hipo alergénica y con cápsulas microscópicas de aire que permite lograr prendas térmicas, livianas y transpirables.

Además, por su estructura anatómica la alpaca es más liviana que las vacas. Tienen almohadillas en lugar de cascos y no apisonan el suelo evitando la compactación de los páramos.
Hace poco tiempo, llegó a estas comunidades la fundación Paqocha, quienes ya tenían experiencia con indígenas quichuas en los páramos de la sierra norte y han revivido el proceso artesanal de la fibra de alpaca, rescatando el hilado a mano, el tejido en telar de espalda (Pre-colonial) y técnicas de teñido con minerales, plantas, flores y cochinilla.

Junto a técnicos de  la Prefectura de Imbabura implementaron un proyecto que beneficia a las mujeres de las comunidades de Morochos, Cajas, Zuleta, y La Florida de Mariano Acosta para mejorar la calidad de las fibras que esquilan de alpacas en verano, pues la fibra debe estar seca para facilitar al hilado.

Acá se invirtieron recursos económicos basados en tres ejes fundamentales: la protección de los páramos que rodean a estas comunidades, la alpaca como un animal productivo de fácil adaptabilidad y como una fuente potencial de ingresos a través del turismo comunitario. La Prefectura de Imbabura invirtió 30 mil dólares.

Otra de las fundaciones que fortalecen esta alianza para ofrecer oportunidades de trabajo a grupos vulnerables es CODESPA, cuya misión es liderar y ejecutar proyectos de alto impacto social generando fuentes de trabajo e ingresos económicos, invirtió 17 mil dólares.

Las alpacas no solamente cambiaron el paisaje en estas comunidades, tampoco es una versión de novelería desarrollista o el capricho de instituciones y fundaciones que buscan protagonismo, son sencillamente fuentes de ingresos extra para familias que viven nuevos desafíos.

Las mujeres en Zuleta tejen con paciencia y conversan animadas sobre las situaciones y personas que les preocupan; ríen de las ocurrencias y vuelcan su habilidad en sencillas prendas multicolores de alpaca, soñando en el momento cuando los turistas o comerciantes reconozcan el verdadero valor de su trabajo.


Fuente: Bolaños, Joselo. “Los tejidos con fibra de alpaca cobran fuerza en comunidades de Imbabura”. expectativa.ec. 28 de julio de 2018. Web. 3 de noviembre de 2019.

Las mil caras de la chicha

Peguche es una pequeña comunidad de la sierra andina ecuatoriana que celebra cada año la fiesta del Pawcar Raymi, la gran ceremonia del florecimiento y el reencuentro. Trece días de festejos siempre asociados a las fechas del carnaval. El nombre local de la fiesta heredada de los incas es Sisay Pacha y siguiendo las prácticas tradicionales, la bebida ritual es la chicha, aunque no es una chicha normal, nacida de la simple fermentación de algún tipo de maíz.

La que beben los cerca de 120.000 visitantes que participan en un momento u otro del festival es una chicha preparada con siete variedades de maíz diferentes a las que se han añadido granos de trigo y de cebada. Un compuesto multicereal; el nuevo y el viejo mundo hermanados en el trago. Muy cerca de allí, en Otávalo, prefieren la chicha de yamor, con matices diferenciadores: también usa siete maíces, pero sin el añadido del trigo y la cebada. Más al sur, en Cañar, utilizan un tipo de maíz llamado zhima —un maíz blanco semicristalino— en la preparación de las chichas para la fiesta del Corpus.

Todo eso con permiso de las chichas de jora, que siempre fueron las más populares en Perú, Ecuador y Bolivia y pueden ser contempladas como el antecedente andino de la cerveza: una bebida elaborada a partir de un maíz germinado. Sucede también en la arequipeña chicha de guiñapo, aunque el resultado es muy diferente. En la chicha de jora, las fermentaciones son más largas y el porcentaje alcohólico crece en proporción directa a la duración del proceso. Cuantos más días pasen, más acaba pegando y los sabores se van acentuando. En mis últimos recorridos por Ecuador he encontrado chichas de jora con más de una semana de fermentación y hasta un 12% de contenido alcohólico. Todo lo contrario que la chicha arequipeña, siempre dulce, fresca y amable, que se prepara de un día para otro y es más un refresco que otra cosa.

Solo es el principio del relato de las chichas que son y también de las que fueron, porque muchas de las fórmulas tradicionales se van perdiendo de un extremo a otro del continente. Allí donde mandó el maíz, las chichas siempre marcaron el paso. Desde Norteamérica hasta las tierras australes, con formas nuevas, enfoques completamente diferentes y en presencia de nuevos ingredientes, como el maní, algunas frutas ácidas o la yuca. La chicha ha tomado formas diferentes a lo largo de las cocinas latinoamericanas, hasta separarse radicalmente de las preparaciones originarias y acabar designando bebidas dulces o fermentadas entre cuyos ingredientes no aparece el maíz. Durante un tiempo, también se hicieron chichas con alguno de los tres grandes granos andinos, la quinua (escrita así, con u; quinoa es un anglicismo), la kiwicha y la cañihua, aunque apenas queda mucho más que la constancia y alguna preparación aislada de la chicha de quinua en Arequipa y Puno.

En las tradiciones del pueblo mapuche, que puebla el sur de Chile y Argentina, conviven las chichas de maíz con otras nacidas con la implantación del trigo. En Chiloé, al sur de Chile, también llaman chicha al fermentado de manzana que preparan al asomar el otoño. Se acercan mucho a la sidra y he probado algunas con más de un año de guarda realmente espectaculares. La fruta también es un recurso más al norte, en Colombia, Panamá y otros países centroamericanos, donde llaman chicha, o champú, a bebidas preparadas a base de jugos de fruta, endulzados y condimentados con especias. Sucede también en Ecuador. En algunas localidades de la costa aplican el nombre a preparación de arroz o de arroz y maní, aunque también hay otras, como la de Tisaleo, en la sierra, que combina la esencia de la chicha y los champús en una preparación en la que la chicha se encuentra con el jugo de la naranjilla.

Cada día es más difícil encontrar chicha en las grandes ciudades latinoamericanas. Todavía sobreviven en Lima, pero es muy difícil dar con ella en Santiago, Bogotá o Quito, donde el ascenso en la escala social parece asociado al distanciamiento de las raíces. Por suerte, un grupo de jóvenes cocineros trabaja en la recuperación de algunas fórmulas.


Fuente: Medina, Ignacio. «Las mil caras de la chicha». elpáis.com. 7 de junio de 2018. Web. 27 de febrero de 2020.