Cuándo aún las sombras negras de las noches, allá por los años 50 del siglo pasado, la pequeña figura de un niño caminaba por las empedradas calles de Otavalo. El pequeño, para vencer el sueño pensaba en que su diaria tarea servía para ayudar a su madre y para vencer el miedo a la oscuridad, su imaginación le construía sus sueños. De sus brazos infantiles, colgaban un par de canastas de carrizo, mientras sus pasos los dirigía hacia los hornos de leña, a comprar el pan que luego su madre vendería a los vecinos del barrio para, de esa manera, ganar unos centavos de sucres para el sustento de ella y de su hijo.
Hijo del amor, antes que del matrimonio, Plutarco Cisneros, desde niño sintió la falta de una figura paterna en su hogar, aquella que, por aquellos tiempos, estaba más ligada a la de proveedor que a la de guía y compañero. A pesar de los esfuerzos de su madre, que cosía mientras atendía la tienda del barrio y las travesuras de su hijo, los recursos económicos escaseaban en su hogar. Quizá por ello, o quizás por otros motivos desconocidos, Plutarco desde niño aprendió a ser organizado y a organizar a los otros niños. Era, por así decirlo, el líder que, pendiente de los detalles llevaba a buen término los juegos y aventuras de sus compañeros de escuela y de barrio.
Hay quienes para superar el dolor de las ausencias, de las dificultades, de las exclusiones acumulan resentimientos y venganzas; y hay quienes lo hacen adhiriéndose al bando de los constructores. Los primeros gastan su vida con gestos de revancha y rictus de destrucción contra los que creen que fueron o son los culpables de sus lágrimas; los segundos no buscan a esos culpables, ellos intentan encontrar las causas que provocan esos vacíos y esas fallas para enmendarlas.
Plutarco es constructor; no porque haya estudiado y graduado de arquitecto o ingeniero en alguna universidad, sino porque sus sueños, basados en la realidad, se levantaron a lo largo del tiempo para modificar aquella parte de realidad que debe serlo. Como verdadero constructor no utiliza la demolición sino en aquellos casos en que ya no existe solución. Cuando su sentido común le indica que es posible reconstruir sobre las ruinas de lo ya abandonado, no vacila en hacerlo y lo complementa con las nuevas ideas que surgen bulliciosas, cada día, cada hora, cada minuto de sus sueños.
La escuela y el colegio cambiaron su cuerpo y su mente, pero no cambiaron sus ambiciones. Por aquellos años, los efervescentes “60” del siglo XX, los sueños juveniles se centraban en ser un profesional famoso; ingresar al magisterio o a un puesto en la burocracia; alguno quizás aspiraba a algún día llegar a ser Diputado o Ministro; en fin, los sueños más tenían de logros profesionales que de realización de vida, de metas de satisfacción. Es que en el país se estaban gestando las condiciones para construir una sociedad de títulos antes que de saberes; cuándo alguien quería alcanzar un “mejor nivel de vida” debía hacerlo con un título universitario bajo el brazo. Por eso, cientos, quizás miles de estudiantes de provincias debían abandonar, por meses, su terruño y acudir a los principales centros urbanos principales del país a estudiar una carrera, ya que cerca de sus hogares no había instituciones de educación superior, apenas había uno o dos colegios de secundaria o media: el fiscal y, tal vez, uno privado. Ante esa realidad, cada octubre, los asientos de los buses de transporte interprovincial viajaban abarrotados de estudiantes y sus techos cubiertos de maletas, baúles y cajas con los enseres que los jóvenes transportaban a su temporal destino.
Tras nueve meses que duraba el ciclo escolar, para julio, los vientos anunciaban la presencia del verano; el calendario marcaba el tiempo de las pruebas finales en la universidad, y el ánimo junto a las maletas se preparaban para el viaje de retorno a la provincia.
Pero, por suerte, no todos coincidían en esas visiones. Plutarco Cisneros, era, por decirlo de alguna manera, un pacífico rebelde más ligado a sus sueños y a su tierra que a títulos y reconocimientos sociales. Si bien acudía a las aulas universitarias, en su mente y en su corazón sabía que ese no era su camino, que su destino debía buscarlo en otras fuentes. Por eso, cuando en una conferencia dictada por Paulo de Carvalho Neto, Agregado Cultural de la embajada de Brasil en nuestro país, sobre Folklore, un destello deslumbrante le quemó el alma. Eso era lo que buscaba, eso era el objetivo de vida a alcanzarlo.
El abandono de sus estudios no fue del agrado de su madre, pero la decisión estaba tomada. Pero el ideal estaba incompleto. El folklore en sus manifestaciones superficiales es un atractivo para turistas, pero Plutarco, por experiencia vital propia, sabía que sería insuficiente como para transformar la exclusión social que existía en Otavalo, ciudad en la que habitaban y habitan dos grupos humanos bien definidos y poco integrados: el indígena y el “misho” o mestizo y que en muchas ocasiones, como aquella que se produjo en sus años de secundaria, en Pucará Bajo de Velásquez, se transforma en violencia asesina y sangrienta.
Del folcklore a la antropología existen varios pasos, y Plutarco, no sé si consciente o inconscientemente, los dio. Y digo inconscientemente, porque en aquellos días la palabra Antropología no existía en el diccionario académico del país. Nadie sabía ni entendía el significado de esa palabra; por eso tras el retorno a su ciudad natal, en las caminatas y reuniones de amigos, Plutarco fue dando forma a la idea que había surgido en su mente a partir de esa charla y de posteriores conversaciones con el Profesor Carvalho. Debía crearse una institución que, abandonando esa actitud paternalista que miraba al indígena como un ser humano al que había que extenderle la mano para ayudarlo a integrarse al desarrollo de la ciudad y del país, lo conociese como lo que realmente lo es: un ser humano con derechos y deberes, poseedor de una cosmovisión diferente, ni mejor ni peor, apenas distinta, para emprender el camino en calidad de socios igualitarios y amigos.
Con el compromiso expresado por nueve amigos, Plutarco formó el núcleo básico de lo que sería el Instituto Otavaleño de Antropología, institución académica que tantos aportes daría al país, a lo largo de su vida: investigaciones antropológicas, cursos, nuevas investigaciones, discusiones, y nuevas investigaciones, mesas redondas y más investigaciones, conferencias y, claro, nuevas investigaciones.
De esos días y noches académicas surgiría la creación del primer museo antropológico de la ciudad que recoge muestras de la forma de vida de los habitantes de la Sierra norte del país. De los diálogos en el Instituto nacería la decisión de convocar al Primer Congreso de Kichua, que, entre otros resultados, daría paso a la creación de la grafía de este idioma. De sus deliberaciones surgirían las primeras ideas de lo que luego serían las “políticas culturales” del Ecuador.
Tantos y tan importantes aportes al país no hubieran sido posible sin la concreción de ese sueño y de los aportes económicos del Estado, del Municipio y de la audacia juvenil de este personaje que cargado, apenas con su sueño y una sonrisa, tuvo la osadía de acercarse al Gerente del Banco del Pichincha, a pedirle que le venda los terrenos de la hacienda San Vicente, ubicada en el norte de la ciudad, pero con la condición de que le pagaría con el dinero que, estaba seguro, produciría la urbanización de estas tierras. Había creado el IOA y había lanzado el crecimiento de su ciudad hacia el norte, hacia terrenos más aptos para vivir.
Capitalizado el Instituto Otavaleño de Antropología, el siguiente paso fue la construcción de su sede. En la maqueta inicial, el arquitecto otavaleño Virgilio Chávez, plasmó las ideas de Plutarco, determinado área académicas, de investigación, de administración y un galpón destinado al funcionamiento de una gigantesca planta editorial que según el sueño de su creador debía servir para imprimir todo lo que el Estado y el gobierno central necesitara, así como las obras de investigación que salieran de la Academia. La llamada “sucretización de la deuda” provocó el cierre de la Editorial “Gallo Capitán”.
Si bien, él mismo no se había dedicado de lleno a las tareas investigadoras, sus aportes intelectuales están presentes en sus artículos y libros escritos al calor de su pasión por Otavalo. Aportes condensados en otro de sus sueños: el periódico “Presencia” que circuló por varias décadas antes de su desaparición. Allí están sus ideas y conceptos en palabras nuevas como “otavaleñidad” que luego sería aceptada por otras ciudades, cantones y regiones, que comprendieron que en una palabra puede encerrarse todo el amor al terruño y mover a sus gentes a demostrarlo en obras; así, ahora resulta común oír de la quiteñidad, de la guayaquileñidad, de la “……dad.”
Otro de sus aportes conceptuales lo hallamos en sus textos cuando nos habla de la diferencia entre “chagritud” y “chagrería”. Al primero lo llena de las virtudes cívicas que están presentes en el campo, en lo rural; mientras que a la segunda palabra, la desprecia por la superficialidad de lo banal y postizo que encierra.
Pero, más allá de las palabras, a Plutarco, el soñador habrá que juzgarlo y recordarlo por sus obras. Con el paso de los años, las actividades del Instituto empezaron a decaer, pero no el ánimo de su creador. Había que renacer y para ello, él tenía las armas más poderosas del ser humano: su imaginación y sus sueños. Como Instituto debía cumplir una tarea académica, de difusión de ideas. Si la publicación de las obras era insuficiente, entonces había que buscar otro camino. La creación de una Universidad en la ciudad fue la respuesta.
Nuevamente, esos jóvenes, que ya no eran tan jóvenes como en los años 60, empezaron a caminar en los pasillos y oficinas de Ministerios, Congreso y tantas otras cuantas fueran necesarias hasta obtener los documentos necesarios para el funcionamiento de la soñada universidad. En diciembre de 2002, como un regalo de Navidad, Plutarco volvió a su querida Otavalo, con todos los documentos en regla que le permitían abrir las puertas de la Universidad a los jóvenes de la comarca.
Otavalo no será la misma sin la presencia de estas dos instituciones surgidas de los sueños de amor por su terruño de Plutarco Cisneros Andrade.
Fuente: Personajes Siglo XX. “El Soñador, Plutarco Cisneros”. personajessigloxx.blogspot.jp, 27 de julio de 2011. Web. 24 de julio de 2016