ENSAYO AUTOBIOGRÁFICO
De manera inmerecida y quizá sin justificación aparente, el nombre de vuestro servidor, constará en la nómina de personajes que Luis Hernández mantiene en el enlace Otavalo.org con evidente altruismo. Consciente que mi mayor obra ha sido, es y será, amar intensamente al lar donde contemplé la primera luz, experimentando también el lloriqueo primerizo, atiendo una muy honrosa invitación, en conclusión, procedo a deslizar mi pluma, transcribiendo con caracteres íntimos, un perfil biográfico medianamente sucinto.
Su madre, doña María Piedad Garcés. Foto © Jaime Núñez Garcés.
Su padre, don Carlos Núñez junto a don Alejandro Plazas. Foto © Jaime Núñez Garcés.
La resolución tomada por mis inolvidables padres “mamá Piedad” y el “maistrito Carlos”, cual fue, abandonar en éxodo doloroso su Ambato querido, aquella mañana del miércoles 19 de enero de 1938, obró de manera providencial para que mis queridos hermanos Pedro, Lourdes, Susana, Elena, Cristina y quien esto escribe, ostentemos con orgullo de condecoración, el título honorífico de otavaleños. Inesita (+), la primogénita, era de la tierra de los tres juanes, al igual que es Rodrigo. Consecuentemente, con similar complacencia, fruición e intensidad emocional, escuchamos las melodiosas notas tanto del “No hay como Otavalo” como de “Ambato tierra de flores”.
Años de feliz infancia. Archivo personal de Jaime Núñez Garcés.
Un rincón ensoñador, pródigo en tonalidades bucólicamente campestres, de sonidos a naturaleza pura, tal fue el Macondo donde se desarrolló mi niñez temprana: la fábrica San Miguel. De quebradas aledañas portando sus cristalinas aguas, rumbo a desembocar en el río Jatunyacu, indetenible en su fluir de murmullo arrullador. Ciclo vital de pantalones cortos, donde abundaron los juegos propios de la edad y esa vivencia que cautivaba sobremanera mi párvula atención: escuchar música, el hablar y hablar de personas u otros sonidos desde las emisoras colombianas, mientras la imaginación recreaba lugares, rostros y situaciones. Tardé un poco en conocer que aquello era el radioteatro, sin imaginar que de adulto incursionaría gustoso en esta modalidad radial. Antecedente imperecedero de aquellos años escolares.
Fábrica San Miguel. Archivo personal Jaime Núñez Garcés.
La Diez de Agosto. En sus aulas, tras conocer a las vocales, consonantes y los nueve dígitos, me familiaricé posteriormente con todo el equipaje inextinguible que la enseñanza primaria imparte. Es el momento de evocar las figuras de Don Guillermo Castro Chávez y su esposa Doña Colombia (a ellos debo un breve período de preparación preescolar). De los profesores Néstor Jaramillo Córdova, Humberto Flores, Modesto Méndez, pléyade de docentes íntegros, recibí sus sabias enseñanzas, cuando la disciplina impartida y el respeto a los mayores, caminaban de la mano con el cumplimiento y las buenas costumbres impartidas en el Manual de Carreño. Por Lugar Natal –hoy, materia irresponsablemente desterrada– empecé a desarrollar el apego irrenunciable a la “grande manta que cobija a todos”, antaño, ciudad franciscana, apacible y silenciosa, de callecitas solariegas, revestidas de un empedrado ya proscrito, trazadas para delimitar rincones eternos y embrujo, donde todo el vecindario acostumbraba intercambiar la salutación sincera y espontánea.
Un hecho entrañablemente significativo tuvo lugar el mes de agosto del año 1963. Como donde manda capitán no manda marinero, nuestros queridos papacitos decidieron trasladar la residencia a Otavalo, el acogedor inmueble existente hasta hoy (intersección de las calles Quito y Roca, esquina sur oriental), fue la nueva morada. Constituyó una medida oportuna que nos permitió conocer a nuevos e inmejorables vecinos, ahorrarnos las largas caminatas cuando nos atrasábamos de coger el bus para asistir a la escuela; acercarnos al “parque infantil” para columpiar una felicidad irrepetible o sobre cualquier alfombra mágica, viajar imaginariamente a países de las mil y una noches, descritos en los cuentos de la pequeña biblioteca. Sobre todo, beber más de cerca, del propio cántaro, el dulce néctar terrígeno que en esta comarca germina. Querida patria chica, cuya fisonomía original y auténtica ha fenecido en nombre del “progreso” al que culpo, circunstancia que confabulada con la tan trillada “interculturalidad” y sus bemoles, rebatió aquel encanto pretérito.
Cuán fácil era percibir el canto de gallos madrugadores y la polifonía de sonidos alejados, resumidos en el quejido de pesados tablones heridos por la sierra implacable, los afanosos golpeteos que sobre el yunque modelaban al hierro candente, las campanadas que indicaban a los guambras escueleros la iniciación de clases o el fin del recreo. Tiempos “idos y no volvidos”, cuando una vez concluida la etapa escolar, muchos tenían que buscar un oficio para dar comienzo a otro período, definitivo, de realización personal, que demandaba responsabilidades tempranas: el de la “universidad de la vida”. Lapso forjador de hombres íntegros, cuya personalidad se alimentó de un aprendizaje consciente, bajo el apoyo tutelar de sus mentores, quienes, imponiendo puntualidad y disciplina en sus discípulos, trazaban la senda de una rectitud perdurable.
Una profunda tristeza afloró en mi interior, al mirar por última vez el patio del centenario plantel, testigo silente de incontables recreos donde junto a mis compañeros dimos rienda suelta a correteos y una diversidad de juegos, hoy extintos: trompos, bolas, tortas billusos, rayuelas, etc. A pesar de las décadas transcurridas, se mantiene erguido el corpulento árbol de maple que, desde su ubicación esquinera, contempla la incontenible marcha generacional de guambras escueleros.
Aunque personalmente deseaba dar comienzo a la etapa secundaria en el Colegio Otavalo, cursé los dos primeros años lectivos en la alternativa oponente: el Fray Vicente Solano. Iniciamos con la expectativa dibujada en el rostro, enterándonos (entre otras novedades) que tendríamos un profesor para cada materia. De aquella época, conservo con especial admiración la imagen del Prof. Víctor Alejandro Jaramillo. El adjetivo de “señor” antepuesto al nombre, nos causó satisfacción y extrañeza al grupo de “chúcaros” que asentábamos la pisada en el segundo peldaño de formación estudiantil.
La novelería hizo presa de este cuerpito (en ese entonces quinceañero), cuando manifesté el deseo de ir al Seminario San Diego, petición que debidamente atendida, provocó las ausencias temporales del calor hogareño, determinadas por la condición de interno. Un entorno mucho más espacioso, nuevos compañeros, reglas disciplinarias que demandaban un buen comportamiento, exigido por la comunidad de padres lazaristas. El hambre recurrente del encierro “voluntario”, la prohibición de salida a casita algún fin de semana, el menú repetitivo ofrecido a la hora de almorzar y merendar –sin pecar de soberbio–, constituyeron los factores para que a cuarto curso regresara en calidad de semi interno, es decir ¡sabia decisión! Tan solo almorzaba en el colegio, los clarines de la libertad permitían escuchar sus dianas en el resto de la juvenil jornada ¿Olvidar a los maestros que, añadiendo a su encomiable labor educadora, destacaron por su estatura literario-periodística? ¡imposible! Con absoluta franqueza, me permito citar los nombres de Don Roberto Morales Almeida, Pedro Manuel Zumárraga y Abelardo Morán Muñoz, uno de los pioneros de la radioemisión imbabureña.
Un hecho a más de sorpresivo, sumamente grato, ocurrió el año 1970. Jorge Vivanco Maldonado, actor lojano, posteriormente cineasta, llegó por estos lares portando en su maleta la encomienda de hacer teatro. Como paso previo, un buen grupo de jóvenes bellos y barbilampiños, tuvimos que involucrarnos en un período de formación antes de conformar el GOT Grupo Otavaleño de Teatro de feliz recordación. La participación en el Tercer Festival Nacional de Teatro realizado en el teatro Sucre capitalino, junto a los mejores grupos del país (disculparán nomás), constituye una profunda complacencia para este actor, “manavali” … pero actor al fin.
Grupo Otavaleño de Teatro GOT (1970). Archivo personal de Jaime Núñez Garcés.
Época maravillosa, el instante más feliz en la fugaz existencia de un estudiante, crisol donde se funden recuerdos sempiternos, unos de cal, otros de arena, añorados todos. Fuente temprana de romanticismo, pues el corazón empieza a latir por la Dulcinea anhelada y precisamente durante el sexto curso conocí a quien sería la compañera del resto de mis días: Margarita Pérez Plazas. Madre de mis queridos hijos Pancho y Carlos Gabriel y abuelita consentidora de Francisco Alejandro, Francisco Emiliano, Matías Gabriel y Doménica Sofía.
Margarita Pérez, su esposa. Foto © Jaime Núñez Garcés.
Sus hijos y sus nietos. Foto © Jaime Núñez Garcés.
En el podium de mi tránsito terrenal, ocupa un sitio preferencial, la jorga que durante esos años de adolescencia dichosa me brindó amistad, noble sentimiento, hoy, derivado en una hermandad imperante. Amigos incondicionales cuyos lazos de camaradería se entretejieron en los juegos de barriada callejera, las aulas, ya sean escolares o colegiales, pasando por el cabello largo, la edad del burro y los pantalones acampanados, hasta sólidamente conformar el Grupo Junior III ¿Cuántas experiencias habremos compartido? Incontables y diversas sin duda. Como una mariposa trashumante llega a mi pensamiento, ahora adornado con finas hebras de plata, la evocación por los que ya partieron en el viaje sin retorno.
Grupo Junior III. Foto © Jaime Núñez Garcés.
Errare humanun est (es de humanos errar). Locución latina sapiente que tuvo cabal cumplimiento al momento dubitativo de elegir una carrera universitaria. Poniéndole punto final al bachillerato, un tanto desorientado, fui a dar en la Universidad Central (Facultad de Ingeniería Civil), enrumbándome en un camino donde no encarrilé como debía. Tardé en descubrir una vocación que en mi interior permanecía latente: las letras y sus diversas manifestaciones, los medios de comunicación radiales y televisivos. Llegado el momento de corregir la ruta a seguir, enfilé el rumbo hacia la Facultad de Comunicación Social, navegación que se dificultó con viento en contra (trabajar y estudiar). Este fue el punto donde encalló el barco, en consecuencia, la formación universitaria quedó inconclusa.
Haciendo un alto durante una jornada de trabajo. Archivo personal Jaime Núñez Garcés.
Ampliando el aspecto que considero fundamental. Si bien mi inclinación por la lectura nació en las aulas escolares, el apego a la palabra escrita tardó en llegar. Los años de colegio, contribuyeron a instruirme en el conocimiento de nuestro idioma, sus reglas, sus figuras literarias, una considerable nómina de autores, obras y demás aspectos concernientes. Tales fueron las premisas que acomodé en la caja de herramientas básicas, antes de emprender en el viaje que inicialmente consideraba incursionar en una verdadera odisea. Entre las tareas que por imposición del educador había que desarrollarlos, de la mano de las consultas, apreciaciones personales, redacciones, etcétera, vino una, la providencial: escribir un cuento corto. Circunstancia feliz a la que considero como el origen. Llegado a esta etapa, mis lecturas ya registraban un sinnúmero de títulos. Salgari, Julio Verne, dieron paso a los autores ecuatorianos y a través de la Biblioteca Básica Salvat, pude conocer a novelistas de otras latitudes.
Reunión de Ex compañeros del Canal 8TV-Ecuavisa. Foto © Jaime Núñez Garcés.
Así, empecé a borronear párrafos primerizos sobre temas del convivir diario que previamente aparecían en mi pensamiento, adentrándome en el rutinario ejercicio de escribir, tachar, corregir e insatisfecho, lanzar la hoja correctamente arrugada al tacho de basura, instancia previa al avanzar en el camino y persistir empleando un vocabulario adecuado, buscando la manera de estructurar bien los textos para transcribir al papel con claridad, nitidez y fidelidad.
El bondadoso gesto de ayuda prácticamente ofrendado por un admirado coterráneo: Gonzalo Rosero Chávez. Permitió que este servidor ingresara a laborar en el Canal 8 de televisión. Es en esta etapa de mi vida cuando se afianzó mi propensión a escribir cosas. Al observar atento a reporteros y redactores que diligentemente preparaban sus textos, afloró en mis adentros el gusto por otra disciplina: la comunicación. Experiencia única e inolvidable que me permitió conocer a ecuatorianos distinguidos y en más de un caso, entablar amistad, señalo con profundo respeto un nombre: Alejandro Carrión. De aquilatada trayectoria literaria, es a él a quien debo un consejo valioso, constituye mi horizonte cuando me da por deslizar la pluma. Palabras más, palabras menos: poner términos o frases rebuscadas por fingir un amplio conocimiento de la lengua (conozco casos patéticos), es lo peor que se puede hacer cuando estás buscando un estilo, es como poner un vestido de gala a un animal doméstico.
Reunión del Club Compartiendo en Radio Sonorama. Archivo personal Jaime Núñez Garcés.
El firme propósito de continuar ilustrándome, hizo que hojeara publicaciones sobre “El arte de escribir” por citar un título.
Las entretenidas conversaciones con el Dr. Gustavo Alfredo Jácome cuando visitaba su terruño natal, también rindieron fruto, inmersos en una atmósfera de dulce añoranza, dialogábamos sobre Otavalo, ocasiones ya pretéritas donde nuestra poeta mayor, impartió lecciones sobre cómo utilizar correctamente y con propiedad un instrumento útil: la puntuación.
En la actualidad. Foto © Jaime Núñez Garcés.
Al haberme convertido en “ratón de biblioteca”, el bichito de la investigación y el afecto por la historia local encontraron terreno fértil, hasta que, abriendo el capullo, la crisálida dio comienzo a sus andanzas donde la imaginación tuvo y mantiene vigente un rol protagónico. Sabedor de que era imprescindible un proceso previo de preparación, encontré una rica fuente de conocimiento en los textos y las publicaciones de carácter didáctico editadas por Ciespal, circunstancia valiosa que me ha permitido primero, pisar en firme y luego incursionar en el reportaje, la entrevista, los artículos de opinión, crónicas informativas, etc.
Alfonso Espinosa de los Monteros, Ana María Granizo, Jaime Núñez Garcés y Fausto Jaramillo Yerovi. Archivo personal Jaime Núñez Garcés.
Cuento, ensayo y relato. Son las formas literarias donde al escribirlos, siento fluir por mis fibras íntimas una profunda satisfacción. He garabateado versos, cuando las musas pretenden visitarme, no he logrado aprisionar a este género, por evitar encasillarme en el grupo de “poetas” (salvo muy honrosas excepciones), más aún, no me considero un escritor, pues, hay mucho tramo por recorrer cuando la producción es mínima, son apenas cinco relatos más un compendio de artículos relacionados con personajes y hechos tanto de la historia local como nacional e internacional, todo este material publicado en cuatro libros. Precisar el número de artículos publicados en diversas revistas, folletos y otros medios impresos, resulta difícil.
Este quehacer al que entrego pasión y esfuerzo, fue motivo de congratulación desbordante cuando la CCE Núcleo de Imbabura, me invitó a integrarme como miembro de número, distinción honrosa injustificadamente otorgada.
Evento de presentación de su último libro “Muerte en el páramo”. Foto © Jaime Núñez Garcés.
“La cabra tira al monte” dice el dicho. Sentencia con la cual muchos “apagavelas” hemos comulgado en momentos que la nostalgia empezó a surtir efecto. Y Dios le pague, fue Don Luis Mejía Montesdeoca quien, tendiéndome su mano, hizo que pudiera retornar a Imbabura para poder sentir el calor de hogar de manera permanente. Del Consejo Provincial de Imbabura, guardo lindos recuerdos.
Estando jubilado, ya de abuelo, miro de frente el devenir del tiempo, mi inclinación a escribir está intacta (tanto que en más de una ocasión he intentado pisar el umbral de la novela). Hasta que llegue el momento inevitable de cobijarse con la tierra amada.
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Fuente: Núñez Garcés, Jaime. Comunicación personal. 25 de marzo de 2024.