Autor: Jaime Núñez Garcés
Cuando después de la jornada vespertina las aulas quedaban vacías y satisfechos nos dirigíamos a casa, durante aquellos años sesenteros e inolvidables de mi escuelita Diez de Agosto, ejerciendo una atracción irresistible nos salía al paso el “parque infantil”, antaño, encantador núcleo parvulario en pleno centro de la Plaza Centenario.
Foto © Archivo personal del señor Patricio Castro Delgado.
Una fuerza interior espontánea hacía que nuestros pasos minúsculos vayan directito a la puerta de ingreso para luego dar rienda suelta al juego retozón e inobjetable. Los “carriles” o las bolsitas de tela, quedaban amontonados en un desorden perfecto, así, podíamos columpiarnos con soltura, cabalgar el “sube y baja” o deslizar vertiginosamente nuestra alegría por la “resbaladera”, con el riesgo inminente de pasar a sentarnos a nuestras anchas en la cocha de agua (post aguacero) si fallaban los frenos. Romper las hostilidades entre bandos enemigos y combatir disparando armas intangibles hasta decretar un armisticio porque nadie quería caer muerto, constituía otra opción de inocente esparcimiento, amén de indios apaches y chullitas o el “sin que te roce” imprescindible. Nada más refrescante que sumergir el rostro en la pileta para sudorosos beber el líquido cristal, instante propicio para salpicar gotitas a las niñas cercanas, cortejo primerizo e incipiente que siempre o casi siempre era rechazado. Maravilloso preámbulo de tareas escolares ineludibles, en épocas maravillosas que ya no volverán.
Foto © Archivo personal del señor Patricio Castro Delgado.
Barrio acogedor y de tradición deportiva este San Sebastián, cuya plaza otrora circundada de palmeras veteranas, fue hace algunas décadas el escenario de reñidas contiendas futbolísticas, según testimonio. Un óptimo desarrollo de los partidos, exigía que las esquinas delimitantes sean cerradas para controlar el ingreso del público, un sucre pagaban los mayores y cinco reales los niños, una soga templada a corta distancia del borde de la cancha impedía las intromisiones y los arcos se disponían en sentido norte-sur. Equipos de Pasto, Tulcán, Ibarra, Quito, Ambato y Guayaquil visitaron esta llacta, percibieron la garra deportiva del seleccionado otavaleño y antes de partir cargando al hombro goles, sus integrantes acostumbraban degustar el exquisito plato de carne colorada que Don Manuel Aragón y su familia ofrecían en la calle Quiroga (mucho antes de que este plato apareciera en Cotacachi), como el local era pequeño, los jugadores visitantes optaban por sentarse en la acera y echando ajicito, saborear complacidos su exquisita ración.
Foto © Archivo personal del señor Patricio Castro Delgado.
Barriada embrujadora esta de los “olleritos”; pero las cazuelas, los platos y las ollas de arcilla tierna madurando al sol ya no están. Ni las tardes divertidas e interminables donde correteos, trompos, bolas, tortas, billusos, el churo y rayuelas se diversificaban por toda la plaza, mientras una que otra bicicleta rodaban con sus cargas de niñez candorosa o adolescencia soñadora y tratándose de fútbol, el dueño de la pelota determinaba de manera tajante quien juega o no. Un guiño de ojo del parque infantil, bastaba para introducirnos en su pequeña biblioteca de mobiliario liliputiense, hojear con avidez los cuentos favoritos, descubriendo las bellas historias de los hermanos Grimm: La Cenicienta, Blancanieves, Hansel y Gretel, La Bella Durmiente o los de Charles Perrault donde un pícaro gato calzando botas, hacía de las suyas mientras Pulgarcito haciendo uso de unas de siete leguas avanzaba a grandes zancadas para páginas más adelante, adentrarse en la historia de La Caperucita Roja, todas, inmersas en ilustraciones coloridas para abordar imaginariamente una alfombra policroma que sobre nubes de algodón nos transportaba a lugares de mil y una noches. Afuera y más allá, tras la malla periférica, el bullicio no perdía intensidad; aunque la tarde desgranara minutos. Fueron recreos persistentes e inacabables junto a rostros entrañables enraizados en el recuerdo indeleble, rematados con pan y plátano de la tienda ya ausente o con una porción apetitosa de chochos y tostado dispuesta sobre unos centímetros cuadrados de papel periódico.
Foto © Archivo personal del señor Patricio Castro Delgado.
Conservando intacta su vigencia, el juego vespertino de la pelota de mano permanecía irrefutable hasta hace algún tiempo, resistiendo al embate del “desarrollo” modificador de entornos y sepulturero de íntimas experiencias. Convocaba igual que ayer a compartir entre chazas y alegatos, momentos de camaradería parroquiana donde a través del diálogo coloquial arribaban las últimas novedades, los chistes y las vaciladas a filo de cancha. Las miradas espectadoras describían vaivenes aéreos persiguiendo a la pelota minúscula, frenéticamente impulsada por los manotazos proporcionados con diestras escupidas. A la par, declinaba el último partido y la tarde pintando áureos perfiles crepusculares sobre el Cotacachi. Esta vivencia que ha dado cabida a una generación tras otra, tras exhalar un último suspiro… claudicó.
Los paraguas de cemento anularon aquel encanto; mas el afecto hacia el barrio querido seguirá creciente. Toda la vida… San Sebitas.
Foto © Archivo personal del señor Patricio Castro Delgado.
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Fuente: Núñez Garcés, Jaime. Comunicación personal, 6 de junio de 2024. Fotos © Archivo personal del señor Patricio Castro Delgado.