Autor: Gustavo Alfredo Jácome
¿En dónde escribir tu nombre,
Otavalo? ¿En qué pámpanos?
¿En qué arcángeles de escarcha,
en qué astrales silabarios?
Si toco en ti un estambre,
florece en azul un astro.
Si contemplo en ti un rocío,
prende quindes el ocaso.
Si gusto azúcar en garzas,
se desgranan los geranios
y desnudan sus cristales
las ondinas de tus lagos.
¿En dónde escribir tu nombre,
Otavalo? ¡Ah, Otavalo!
Te evocaré todo trémulo
en un devoto rosario,
cuenta por cuenta en los nombres
de telúricos encantos.
Geografía de hontanares
limitan el cuenco amado
en la Rosa de los Vientos
y en cordiales meridianos:
Por el Norte está el Cotama;
el Mojanda, por el Austro;
por el Este, las auroras;
por el Oeste, el ocaso
sobre el yunque del Muenala
en relumbres perfilado.
¡Qué hidrografías azules!
¡Qué Jordanes de milagro!
¿En dónde termina el cielo?
¿En dónde comienza el campo?
Las fontanas burbujean
en caracolas y nardos.
¡Oh lentejuelas lacustres!
¡Oh florecer de muranos!
Riachuelos en urdiembre
de cristal despedazado:
Desaguadero y Machángara,
el Tejar y el Río Blanco,
rondador de cuatro cañas,
polifonía en regatos.
Oh el deliquio de las rosas
en la fuente de Punyaro:
rosales de azules pétalos
en acuáticos palacios.
El Socavón es un arpa
cordaje cristalizado
que arpegia, gota por gota,
desde las rocas en gajos.
La cascada de Peguche
en acrobático salto,
musculatura de río
en alazán desbocado.
Chorrera de Taxopamba,
manantial algodonado:
el pesón de la colina
exprime un chorrito lácteo.
El Imbabura trabaja
en su oficio hortelano:
los trigales marineros,
maíz de plumajes flavos,
goteados arvejales
de néctar rosado y blanco.
Las chocitas de hinojos,
labrantíos incensarios,
desde ellos hila la brisa
el humo azul y delgado.
El penco lanza a los aires
su pirotecnia de pájaros,
viragchuros que aletean
en sus estípites altos.
Calidoscopio y rondalla
de paisajes y de barrios:
Reyloma abre sus balcones
en coqueteo al ocaso.
La de Quichinche se enjoya
de zafiros y topacios:
zafiro, las Lagartijas
y topacio, Yanayacu.
Asama es una vasija
de cereal aromático.
Camuendo de musgo y roca,
mitimaes taraceados,
muestran el alma llagada
en las quinuas de los flancos.
La Compañía deambula
tras balidos de rebaños,
Pucará de totorales,
capulicedas de Agato.
El Chilcal es abanico
del Imbabura regalo;
la laguna se refresca
con los vientos de verano.
Lechero de Pucará,
en atalaya encumbrado,
llora su sangre de leche
por los niños que enfermaron.
Peguche teje con nubes
que son los vellones blancos,
lanzaderas ponen tramas
con rojas hebras del rayo.
Es la torre de San Luis
la Giralda de Otavalo.
San Sebastián, verdeoro
de azahares y naranjos.
En avenida a las nubes
se empina el empedrado.
San Francisco y sus dos torres—
¿palomar o campanario? —,
tintineos de bandadas
por la aurora van volando.
Santiaguillo molinero,
abuela que arrulla al campo
con la chochez en la cofia
y su monótono canto.
¡Copacabana! ¡Qué nombre!
Un caramelo onomástico.
Y hay miel también en sus huertos
de chumberas y duraznos.
¡Oh los ajuares de novia
de los ciruelos en marzo!
Espinas pican el aire
y el aire desangran gajos:
las cercas pintan con moras
de rojo sus mustios labios.
Con sus casas de pinitos,
El Batán se asoma al riacho,
y El Cardón oculta besos
en callejones románticos.
El barrio de Monserrate,
y su Virgen de milagro,
humo de incienso le ofrendan
los convoyes ferroviarios.
San Blas, nos pone cruces
en noviembres de Finados,
y en tanto lloran cipreses
y se marchitan los nardos,
las niñas acunan “guaguas”
y los niños sus soldados.
¡La Magdalena! Rincón
De mis íntimos halagos:
las flores saben mi nombre,
las aves me entablan diálogos.
¿En dónde escribir tu nombre,
Otavalo? ¿En qué pámpanos?
¿En qué heridas amapolas?
¡Ah, Otavalo! ¡Otavalo!
Te grabaré, sí, aquí, adentro,
donde siempre te he llevado,
en las raicillas del alma,
en mi pleno meridiano.
Y me abriré todo el pecho
y mi lírico costado,
a que todo el mundo lea
tu solo nombre, OTAVALO…
Fuente: Jácome, Gustavo Alfredo.“Balada de amor a Otavalo”. Romancero Otavaleño I, 1967.