De las cosas finalmente sería sencillo; pero más allá de las personas, son las huellas, los productos que generan los seres humanos en su paso por este mundo, su pensamiento como aporte al desarrollo de la vida de quienes caminamos atrás. Fue una mañana de agosto de 1994, cuando en su casa por la Mariana de Jesús, sentado y sin pestañeo, escuché palabra por palabra de la boca del doctor Gustavo Alfredo Jácome, como su maestro de escuela, el insigne Fernando Chávez, autor de Plata y bronce, les hablaba a los niños el último día de clases de su vida escolar.
Les dijo que a pesar de que cada uno tomará distintos caminos, traten de saberse compañeros porque cuando uno está solo es débil, e hizo remembranza a un padre moribundo que pidió a sus hijos rompieran un atado de tronquillos de madera, quienes a pesar de su juventud no lograron; pero él, en el lecho de muerte, enfermo y sin músculos, desató el atado y quebró uno a uno. Cuando están solos son débiles como una rama suelta, les dijo Fernando Chávez, como recordándoles que los años de escuela que vivieron, serán los que aten por siempre amistades y compañerismos.
Los mestizos irían a Quito, a continuar la secundaria en el Seminario Menor y los pocos indígenas volverían a los maizales y cebadales del páramo. Entre los niños estaban Gustavo Alfredo Jácome y Simón Burga, un indígena en cuyos ojos había lágrimas mientras hablaba el maestro Chávez y en ellas el perdón a tantas burlas y crueldades de los mestizos de la escuela de Otavalo.
Gustavo Alfredo cursó el colegio, después la Universidad. Simón Burga, que regresó a las chacras de la serranía, sería el título de un cuento de Jácome, y muchos años después, en una calle polvorienta de Otavalo, detrás de un rebaño de ovejas merinas, encontró a un indio entrado en años, era Simón Burga con quien se estrechó en un abrazo fraterno.
Una infinidad de relatos, una sinnúmero de personajes y de vivencias costumbristas, lo convirtieron a Gustavo Alfredo Jácome, en el último indigenista de nuestras letras; pero fueron también y, sobre todo, sus correcciones idiomáticas, su cultivo del Idioma, sus publicaciones en torno al uso correcto del lenguaje, sus tratados de filología, de ortografía, sus alumnos en la Universidad Central, los que guardarán en su memoria a este maestro y filólogo de tantas generaciones.
Murió Gustavo Alfredo Jácome y es una fatal pérdida para la cultura nacional, porque este cultor de las Letras, autor de tantas obras, es de los seres que nunca deberían morir; pero, estoy seguro que en algún lugar celestial, estará corrigiendo algunos versos cojos que se le escapen a Dios.
De sus manos recibí hace más de veinte años, cuando yo empezaba a transitar seriamente en el camino del Lenguaje, su “Barro dolorido”, sus “Siete cuentos” su “Ortografía para todos” y otros libros, cuyas dedicatorias para mí, puestas con su puño y letra, las guardaré con afecto y gratitud por siempre.
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Fuente: Espín Mosquera, Alfonso. “Gustavo Alfredo Jácome, sin posibilidad de olvido”. La República, 14 de febrero de 2018. larepublica.ec. Consultado el 2 de enero de 2020.