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Camino hacia el exilio

Posted on 2024-10-162025-04-18 by L. Hdez

Camino hacia el exilio
Escrito por Jaime Núñez Garcés.

“𝐿𝑎 𝑑𝑒𝑠𝑝𝑒𝑑𝑖𝑑𝑎 𝑠𝑎𝑡𝑢𝑟𝑎𝑑𝑎 𝑑𝑒 𝑒𝑚𝑜𝑡𝑖𝑣𝑖𝑑𝑎𝑑, 𝑐𝑜𝑛𝑓𝑢𝑛𝑑𝑖𝑜́ 𝑒𝑛 𝑢𝑛 𝑠𝑒𝑛𝑡𝑖𝑑𝑜 𝑎𝑏𝑟𝑎𝑧𝑜 𝑎𝑙 𝑄𝑢𝑖𝑗𝑜𝑡𝑒 𝑑𝑒 𝑝𝑙𝑢𝑚𝑎 ℎ𝑒𝑟𝑜𝑖𝑐𝑎 𝑒𝑛 𝑟𝑖𝑠𝑡𝑟𝑒 𝑦 𝑎 𝑙𝑜𝑠 ℎ𝑒𝑟𝑚𝑎𝑛𝑜𝑠 𝐴𝑛𝑑𝑟𝑎𝑑𝑒. 𝑆𝑒𝑝𝑡𝑖𝑒𝑚𝑏𝑟𝑒 ℎ𝑎𝑏𝑖́𝑎 𝑒𝑚𝑝𝑒𝑧𝑎𝑑𝑜, 𝑝𝑎𝑟𝑎𝑙𝑒𝑙𝑎𝑠… 𝑙𝑎 𝑛𝑜𝑠𝑡𝑎𝑙𝑔𝑖𝑎 𝑦 𝑙𝑎 𝑚𝑒𝑙𝑎𝑛𝑐𝑜𝑙𝑖́𝑎”

El afán permanente de ampliar mis modestos conocimientos sobre historia local, me indujo a inmiscuirme en la investigación de un acontecimiento que en tono de narración seductora –con claras evidencias de tradición oral– llegó a mis oídos durante el transitar por la etapa escolar. Por testimonio del profesor ¡Juan Montalvo estuvo en Otavalo! En aquella época, la pequeña ciudad carecía de casas posada, peor aún de hoteles, de allí que grandes personalidades y en ocasiones diferentes el presidente de Colombia, general Julio Arboleda; el de nuestro país, José María Plácido Caamaño, Federico González Suárez, Eloy Alfaro, Víctor Manuel Peñaherrera y más personajes notables, encontraron hospedaje en “La Florida”, quinta acogedora propiedad de Don Carlos Ubidia Albuja, cuya hectárea de extensión estaba delimitada por el río Machángara, las actuales calles Morales, Atahualpa y Salinas. No fue la excepción el recalcitrante fustigador de tiranías, gloria de las letras hispanoamericanas, cuando daban inicio sus penosas traslaciones de destierro y la “cobija de todos”, era una de las estaciones obligadas.

Dentro del infamante itinerario de ostracismo padecido en carne propia por el escritor ambateño, consta también “La quinta de los Andrade”, así denominada en aquella época, ubicada a poca distancia de Otavalo, enfrente de la centenaria fábrica San Pedro, hoy, Museo Viviente Otavalango. Este prácticamente es el escenario donde tiene lugar la pequeña historia que, a través de un ágil, sobrio y elegante estilo, publicó el periodista, dramaturgo y ensayista quiteño Raúl Andrade Moscoso (1905-1983) en su “Reminiscencia de Don Juan en La Quinta” (revista “Defensa Obrera Nro.1 del 13 de abril de 1944), imposible no señalar que él fue sobrino-nieto del general Julio Andrade y de su hermano Roberto, quien descerrajó un tiro sobre la humanidad de García Moreno, mientras Rayo acometía con su machete. Conviene anotar que el Sr. Rafael Andrade y su esposa Doña Alegría Rodríguez –propietarios de la quinta– eran los padres de Julio, Roberto y de diez hijos más.

Utilizando su prosa exquisita, Andrade hace una breve descripción del entorno, la casa de hacienda con su patio amplio y corredores anchurosos “𝑝𝑢𝑒𝑟𝑡𝑜 𝑑𝑒 𝑓𝑜𝑟𝑧𝑜𝑠𝑜 𝑎𝑟𝑟𝑖𝑏𝑜 𝑑𝑒 𝐷𝑜𝑛 𝐽𝑢𝑎𝑛 𝑒𝑛 𝑒𝑙 𝑖𝑟 𝑦 𝑣𝑒𝑛𝑖𝑟 𝑑𝑒 𝑠𝑢𝑠 𝑑𝑒𝑠𝑡𝑖𝑒𝑟𝑟𝑜𝑠”.

Ipiales, la pintoresca ciudad fronteriza, centinela del extremo sur colombiano, acogió en aproximadamente cinco ocasiones al ilustre “guaytambo”, aquejado de los sinsabores del desarraigo, ignominioso efecto de su combativa oposición a las dictaduras de García Moreno y del “mudo” Ignacio de Veintimilla. Sus armas, un pensamiento tan diáfano como reluciente, acicalado con los más caros principios democráticos de justicia y libertad, como soporte, cual lanza en ristre, su pluma vigorosa, generadora de páginas que han enriquecido la excelsitud el idioma.

Cuenta el polígrafo, como en aquella tarde veraniega de 1879, Juan Montalvo llegó acompañado del Dr. Manuel Semblantes y de Roberto Andrade

Francisco Hipólito Moncayo, amigos incondicionales y coidearios (trazando la misma ruta y cumpliendo un objetivo similar, diez años atrás –17 de enero de 1869– pasó acompañado de Semblantes y Mariano Mestanza quienes continuaron su viaje hacia el litoral para navegar a Panamá y luego desplazarse a Europa. En aquella ocasión, por encomienda de la familia Arellano del Hierro de Tulcán, el Dr. Ramón Rosero acogió en su residencia ipialeña al ecuatoriano, posteriormente, fue la Sra. Filomena Rojas quien le brindó hospedaje). “𝐸𝑙 𝑑𝑒𝑠𝑡𝑖𝑒𝑟𝑟𝑜 𝑒𝑠 𝑝𝑒𝑛𝑎 𝑟𝑒𝑝𝑒𝑡𝑖𝑑𝑎, 𝑟𝑒𝑝𝑟𝑜𝑑𝑢𝑐𝑖𝑑𝑎, 𝑐𝑜𝑛𝑠𝑡𝑎𝑛𝑡𝑒; 𝑎𝑙 𝑑𝑒𝑠𝑡𝑒𝑟𝑟𝑎𝑑𝑜 𝑠𝑒 𝑙𝑒 𝑐𝑎𝑠𝑡𝑖𝑔𝑎 𝑡𝑜𝑑𝑜𝑠 𝑙𝑜𝑠 𝑑𝑖́𝑎𝑠, 𝑎 𝑐𝑎𝑑𝑎 ℎ𝑜𝑟𝑎, 𝑠𝑒 𝑙𝑒 𝑒𝑠𝑡𝑎́ 𝑐𝑎𝑠𝑡𝑖𝑔𝑎𝑛𝑑𝑜 𝑠𝑖𝑒𝑚𝑝𝑟𝑒; 𝑖𝑛𝑗𝑢𝑠𝑡𝑖𝑐𝑖𝑎 𝑑𝑒𝑚𝑎́𝑠 𝑑𝑒 𝑙𝑎 𝑚𝑎𝑟𝑐𝑎, 𝑝𝑜𝑟𝑞𝑢𝑒 𝑛𝑜 ℎ𝑎𝑦 𝑑𝑒𝑙𝑖𝑡𝑜 𝑞𝑢𝑒 𝑚𝑒𝑟𝑒𝑧𝑐𝑎 𝑚𝑎́𝑠 𝑑𝑒 𝑢𝑛𝑎 𝑝𝑢𝑛𝑖𝑐𝑖𝑜́𝑛”. (El Cosmopolita).

En su reminiscencia fidedigna, Andrade cuenta que este trío de caballeros andantes, arribó a la quinta cuando el crepúsculo irradiaba sus auríferos destellos, matizando de colores celestiales la cordillera occidental. Horas antes, desde el páramo de Mojanda, avistaron la esplendidez paisajística, ésta, se mostró en toda su amplitud, el monte mayor, escudriñando desde su atalaya milenaria la quietud y beldad de sus campiñas. “𝐵𝑎𝑗𝑜 𝑒𝑠𝑡𝑒 𝑐𝑖𝑒𝑙𝑜 𝑛𝑜 𝑝𝑢𝑒𝑑𝑒 𝑠𝑒𝑟 𝑙𝑎 𝑡𝑖𝑒𝑟𝑟𝑎 𝑚𝑖𝑠𝑒𝑟𝑎𝑏𝑙𝑒: 𝑐𝑜𝑙𝑖𝑛𝑎𝑠 𝑝𝑜𝑚𝑝𝑜𝑠𝑎𝑠 𝑦 𝑣𝑖𝑠𝑡𝑜𝑠𝑎𝑠 𝑐𝑜𝑚𝑜 𝑢𝑛 𝑝𝑎𝑣𝑜 𝑟𝑒𝑎𝑙 𝑎𝑟𝑚𝑎𝑑𝑜; 𝑙𝑎𝑔𝑢𝑛𝑎𝑠 𝑝𝑖𝑛𝑡𝑜𝑟𝑒𝑠𝑐𝑎𝑠 𝑞𝑢𝑒 𝑚𝑢𝑟𝑚𝑢𝑙𝑙𝑎𝑛 𝑐𝑢𝑎𝑙 𝑢𝑛 𝑚𝑎𝑟 𝑎𝑑𝑜𝑙𝑒𝑠𝑐𝑒𝑛𝑡𝑒; 𝑝𝑟𝑎𝑑𝑒𝑟𝑖́𝑎𝑠 𝑑𝑒 𝑣𝑒𝑟𝑑𝑜𝑟 𝑎𝑝𝑎𝑐𝑖𝑏𝑙𝑒; 𝑟𝑖́𝑜𝑠 𝑞𝑢𝑒 𝑐𝑜𝑟𝑟𝑒𝑛 𝑒𝑛 𝑚𝑖𝑙 𝑣𝑢𝑒𝑙𝑡𝑎𝑠, 𝑑𝑒𝑠𝑝𝑒𝑛̃𝑎́𝑛𝑑𝑜𝑠𝑒 𝑑𝑒 𝑙𝑎𝑠 𝑎𝑙𝑡𝑢𝑟𝑎𝑠, 𝑝𝑒𝑟𝑑𝑖𝑒́𝑛𝑑𝑜𝑠𝑒 𝑒𝑛 𝑙𝑎𝑠 𝑝𝑟𝑜𝑓𝑢𝑛𝑑𝑖𝑑𝑎𝑑𝑒𝑠, 𝑠𝑢𝑟𝑔𝑖𝑒𝑛𝑑𝑜 𝑦 𝑒𝑠𝑝𝑎𝑐𝑖𝑎́𝑛𝑑𝑜𝑠𝑒 𝑒𝑛 𝑙𝑜𝑠 𝑙𝑙𝑎𝑛𝑜𝑠, 𝑦𝑎 𝑞𝑢𝑖𝑒𝑡𝑜𝑠 𝑦 𝑏𝑒𝑛𝑖𝑔𝑛𝑜𝑠.

¿𝑄𝑢𝑒́ 𝑐𝑒𝑟𝑟𝑜 𝑠𝑒 𝑎𝑙𝑧𝑎 𝑛𝑒𝑔𝑟𝑜 𝑦 𝑧𝑎ℎ𝑎𝑟𝑒𝑛̃𝑜 𝑒𝑛 𝑚𝑒𝑑𝑖𝑜 𝑑𝑒𝑙 𝑝𝑎𝑖𝑠𝑎𝑗𝑒? 𝐸𝑛 𝑠𝑢 𝑐𝑢𝑚𝑏𝑟𝑒 𝑣𝑎 𝑦 𝑣𝑖𝑒𝑛𝑒 𝑒𝑛𝑡𝑟𝑒 𝑠𝑎𝑙𝑣𝑎𝑗𝑒𝑠 𝑝𝑒𝑛̃𝑎𝑠 𝑢𝑛 𝑙𝑎𝑔𝑜 𝑚𝑖𝑠𝑡𝑒𝑟𝑖𝑜𝑠𝑜: ℎ𝑜𝑚𝑏𝑟𝑒𝑠 𝑛𝑜 ℎ𝑎𝑏𝑖𝑡𝑎𝑛 𝑠𝑢𝑠 𝑐𝑜𝑛𝑡𝑜𝑟𝑛𝑜𝑠; 𝑙𝑎 𝑛𝑎𝑡𝑢𝑟𝑎𝑙𝑒𝑧𝑎 𝑝𝑒𝑟𝑚𝑎𝑛𝑒𝑐𝑒 𝑠𝑜𝑙𝑎, 𝑦 𝑙𝑙𝑜𝑟𝑎 𝑎𝑙𝑙𝑖́ 𝑑𝑒𝑠𝑒𝑠𝑝𝑒𝑟𝑎𝑑𝑎; 𝑙𝑎 𝑔𝑎𝑣𝑖𝑜𝑡𝑎 𝑣𝑢𝑒𝑙𝑎 𝑟𝑜𝑧𝑎𝑛𝑑𝑜 𝑒𝑙 𝑎𝑔𝑢𝑎 𝑐𝑜𝑛 𝑒𝑙 𝑒𝑥𝑡𝑟𝑒𝑚𝑜 𝑑𝑒 𝑠𝑢𝑠 𝑝𝑙𝑢𝑚𝑎𝑠, 𝑠𝑒𝑠𝑔𝑎 𝑦 𝑣𝑎𝑐𝑖𝑙𝑎𝑛𝑡𝑒 𝑐𝑜𝑚𝑜 𝑢𝑛 𝑏𝑢𝑞𝑢𝑒𝑐𝑖𝑙𝑙𝑜 𝑛𝑎́𝑢𝑓𝑟𝑎𝑔𝑜, 𝑦 𝑑𝑎 𝑠𝑢𝑠 𝑡𝑟𝑖𝑠𝑡𝑒𝑠 𝑣𝑜𝑐𝑒𝑠 𝑞𝑢𝑒 𝑠𝑒 𝑎𝑝𝑎𝑔𝑎𝑛 𝑠𝑢𝑐𝑒𝑠𝑖𝑣𝑎𝑚𝑒𝑛𝑡𝑒 𝑒𝑛 𝑒𝑙 𝑒𝑠𝑝𝑎𝑐𝑖𝑜: 𝑙𝑎𝑠 𝑒𝑠𝑝𝑎𝑑𝑎𝑛̃𝑎𝑠 𝑦 𝑙𝑜𝑠 𝑗𝑢𝑛𝑐𝑜𝑠 𝑑𝑒 𝑙𝑎 𝑜𝑟𝑖𝑙𝑙𝑎, 𝑖𝑛𝑞𝑢𝑖𝑒𝑡𝑎𝑑𝑎𝑠 𝑝𝑜𝑟 𝑒𝑙 𝑣𝑖𝑒𝑛𝑡𝑜, 𝑠𝑒 𝑒𝑛𝑡𝑟𝑒𝑐ℎ𝑜𝑐𝑎𝑛 𝑦 𝑑𝑒𝑠𝑝𝑖𝑑𝑒𝑛 𝑟𝑢𝑖𝑑𝑜𝑠 𝑐𝑜𝑚𝑜 𝑠𝑢𝑠𝑝𝑖𝑟𝑜𝑠 𝑑𝑒 𝑠𝑜𝑚𝑏𝑟𝑎𝑠”. (El Cosmopolita).

Habían transcurrido once años desde el espantoso terremoto que asoló la región. Así concibió Montalvo el fenómeno telúrico que asoló a Imbabura el 16 de agosto de 1868. La naturaleza quiso destruir la creación y por eso bautizó al suceso como “El Trastorno de Imbabura”.

“𝑀𝑖𝑟𝑎 𝑎𝑙𝑙𝑎́ 𝑒𝑠𝑒 𝑣𝑜𝑙𝑐𝑎𝑛𝑖𝑙𝑙𝑜 𝑒𝑛 𝑙𝑎 𝑝𝑎𝑟𝑡𝑒 𝑜𝑐𝑐𝑖𝑑𝑒𝑛𝑡𝑎𝑙 𝑑𝑒 𝑙𝑎 𝑐𝑜𝑟𝑑𝑖𝑙𝑙𝑒𝑟𝑎: 𝑛𝑜 𝑠𝑒 𝑎𝑙𝑧𝑎 𝑎 𝑚𝑎𝑦𝑜𝑟𝑒𝑠, 𝑛𝑜 𝑑𝑒𝑠𝑎𝑓𝑖́𝑎 𝑎 𝑙𝑜𝑠 𝑚𝑜𝑛𝑡𝑒𝑠 𝑑𝑒 𝑎𝑙𝑐𝑢𝑟𝑛𝑖𝑎 𝑑𝑜𝑚𝑖𝑛𝑎𝑛𝑡𝑒, 𝑛𝑜 𝑑𝑖𝑐𝑒 𝑛𝑎𝑑𝑎 𝑦 𝑎𝑝𝑒𝑛𝑎𝑠 𝑠𝑒 𝑙𝑙𝑎𝑚𝑎 𝐶𝑜𝑡𝑎𝑐𝑎𝑐ℎ𝑖. 𝐴𝑚𝑎𝑛𝑒𝑐𝑖𝑜́ 𝑢𝑛 𝑑𝑖́𝑎, 𝑦 𝑒𝑠𝑡𝑒 ℎ𝑢𝑚𝑖𝑙𝑑𝑒 𝑠𝑒𝑔𝑢𝑛𝑑𝑜́𝑛 ℎ𝑎𝑏𝑖́𝑎 𝑐𝑜𝑛𝑠𝑝𝑖𝑟𝑎𝑑𝑜, 𝑦 𝑐𝑜𝑛 𝑡𝑎𝑙 𝑓𝑢𝑟𝑖𝑎 𝑦 𝑒𝑓𝑖𝑐𝑎𝑐𝑖𝑎, 𝑞𝑢𝑒 𝑠𝑒 𝑙𝑜 𝑙𝑙𝑒𝑣𝑜́ 𝑡𝑜𝑑𝑜 𝑎 𝑠𝑎𝑛𝑔𝑟𝑒 𝑦 𝑓𝑢𝑒𝑔𝑜. 𝐷𝑒𝑠𝑐𝑎𝑙𝑎𝑏𝑟𝑎𝑑𝑜 𝑒́𝑙 𝑚𝑖𝑠𝑚𝑜, 𝑎𝑙𝑙𝑖́ 𝑠𝑒 𝑒𝑠𝑡𝑎́ ℎ𝑢𝑚𝑒𝑎𝑛𝑡𝑒 𝑦 𝑓𝑒𝑟𝑜𝑧 𝑐𝑜𝑛𝑡𝑒𝑚𝑝𝑙𝑎𝑛𝑑𝑜 𝑠𝑢𝑠 𝑒𝑠𝑡𝑟𝑎𝑔𝑜𝑠: 𝑐𝑖𝑒𝑛 𝑝𝑢𝑒𝑏𝑙𝑜𝑠 𝑦𝑎𝑐𝑒𝑛 𝑚𝑢𝑑𝑜𝑠 𝑎 𝑠𝑢𝑠 𝑝𝑙𝑎𝑛𝑡𝑎𝑠: 𝑙𝑜𝑠 𝑣𝑎𝑙𝑙𝑒𝑠 𝑠𝑜𝑛 𝑎𝑏𝑖𝑠𝑚𝑜𝑠: 𝑏𝑎𝑖𝑙𝑎𝑟𝑜𝑛 𝑐𝑜𝑚𝑜 𝑎𝑧𝑜𝑔𝑢𝑒 𝑙𝑎𝑠 𝑐𝑜𝑙𝑖𝑛𝑎𝑠 𝑦 𝑠𝑒 𝑑𝑒𝑠𝑏𝑎𝑟𝑎𝑡𝑎𝑟𝑜𝑛 𝑠𝑖𝑛𝑡𝑖𝑒𝑟𝑜𝑛 𝑙𝑎𝑠 𝑝𝑙𝑎𝑛𝑖𝑐𝑖𝑒𝑠 𝑢𝑛 𝑖́𝑚𝑝𝑒𝑡𝑢 𝑖𝑛𝑡𝑒𝑟𝑖𝑜𝑟, 𝑦 𝑑𝑖𝑒𝑟𝑜𝑛 𝑝𝑎𝑠𝑜 𝑎 𝑛𝑢𝑒𝑣𝑜𝑠 𝑐𝑒𝑟𝑟𝑜𝑠, 𝑞𝑢𝑒 𝑎𝑙𝑙𝑖́ 𝑠𝑒 𝑝𝑙𝑎𝑛𝑡𝑎𝑛 𝑖𝑛𝑠𝑜𝑙𝑒𝑛𝑡𝑒𝑠, 𝑠𝑖𝑛 𝑞𝑢𝑒 𝑠𝑒 𝑠𝑒𝑝𝑎 𝑑𝑒 𝑑𝑜𝑛𝑑𝑒 𝑎𝑠𝑜𝑚𝑎𝑛 𝑛𝑖 𝑞𝑢𝑒́ 𝑝𝑖𝑑𝑒𝑛 𝑐𝑟𝑢𝑗𝑖𝑒𝑟𝑜𝑛 𝑙𝑎𝑠 𝑝𝑒𝑛̃𝑎𝑠 𝑦 𝑠𝑒 𝑑𝑒𝑠𝑜𝑙𝑙𝑎𝑟𝑜𝑛 𝑐𝑜𝑛 𝑝𝑎𝑣𝑜𝑟𝑜𝑠𝑜 𝑒𝑠𝑡𝑟𝑢𝑒𝑛𝑑𝑜: 𝑎𝑏𝑟𝑖𝑒́𝑟𝑜𝑛𝑠𝑒 𝑙𝑜𝑠 𝑣𝑎𝑙𝑙𝑒𝑠 𝑒𝑛 𝑎𝑛𝑐ℎ𝑎𝑠 𝑦 𝑙𝑎𝑟𝑔𝑎𝑠 𝑞𝑢𝑖𝑒𝑏𝑟𝑎𝑠, 𝑑𝑒 𝑙𝑎𝑠 𝑐𝑢𝑎𝑙𝑒𝑠 𝑠𝑒 𝑙𝑒𝑣𝑎𝑛𝑡𝑎𝑛 𝑛𝑒𝑔𝑟𝑎𝑠 𝑚𝑎𝑛𝑔𝑎𝑠 𝑑𝑒 ℎ𝑢𝑛𝑡𝑜 𝑝𝑒𝑠𝑡𝑖𝑙𝑒𝑛𝑡𝑒: ℎ𝑖𝑛𝑐ℎ𝑎́𝑟𝑜𝑛𝑠𝑒 𝑙𝑜𝑠 𝑟𝑖́𝑜𝑠 𝑦 𝑠𝑒 𝑑𝑒𝑟𝑟𝑎𝑚𝑎𝑟𝑜𝑛 𝑚𝑢𝑔𝑖𝑒𝑛𝑑𝑜 𝑓𝑢𝑒𝑟𝑎 𝑑𝑒 𝑠𝑢𝑠 𝑚𝑎́𝑟𝑔𝑒𝑛𝑒𝑠: ℎ𝑖𝑟𝑣𝑖𝑒𝑟𝑜𝑛 𝑙𝑜𝑠 𝑙𝑎𝑔𝑜𝑠 𝑒𝑛 𝑚𝑜𝑛𝑡𝑜𝑛𝑒𝑠 𝑑𝑒 𝑠𝑎𝑛𝑔𝑢𝑖𝑛𝑜𝑙𝑒𝑛𝑡𝑎 𝑒𝑠𝑝𝑢𝑚𝑎, 𝑐𝑜𝑚𝑜 𝑠𝑜𝑝𝑙𝑎𝑑𝑜𝑠 𝑝𝑜𝑟 𝑙𝑎𝑠 𝑙𝑒𝑔𝑖𝑜𝑛𝑒𝑠 𝑖𝑛𝑓𝑒𝑟𝑛𝑎𝑙𝑒𝑠: 𝑑𝑒𝑠𝑎𝑝𝑎𝑟𝑒𝑐𝑖𝑒𝑟𝑜𝑛 𝑙𝑎𝑠 𝑓𝑢𝑒𝑛𝑡𝑒𝑠 𝑠𝑜𝑟𝑏𝑖𝑑𝑎𝑠 𝑝𝑜𝑟 𝑛𝑜 𝑠𝑒́ 𝑞𝑢𝑒́ 𝑚𝑜𝑛𝑠𝑡𝑟𝑢𝑜𝑠 𝑠𝑢𝑏𝑡𝑒-𝑟𝑟𝑎́𝑛𝑒𝑜𝑠 𝑑𝑜𝑛𝑑𝑒 𝑐𝑜𝑟𝑟𝑖́𝑎 𝑢𝑛𝑎 𝑎𝑔𝑢𝑎 𝑐𝑟𝑖𝑠𝑡𝑎𝑙𝑖𝑛𝑎 𝑦 𝑑𝑢𝑙𝑐𝑒, 𝑠𝑒 𝑙𝑎 𝑡𝑟𝑎𝑔𝑎𝑟𝑜𝑛 𝑙𝑎𝑠 𝑏𝑜𝑐𝑎𝑠 𝑎𝑙𝑙𝑖́ 𝑎𝑏𝑖𝑒𝑟𝑡𝑎𝑠 𝑎𝑙 𝑖𝑛𝑠𝑡𝑎𝑛𝑡𝑒; 𝑑𝑜𝑛𝑑𝑒 𝑡𝑜𝑑𝑜 𝑒𝑟𝑎 𝑠𝑒𝑐𝑜, 𝑠𝑢𝑟𝑔𝑖𝑒𝑟𝑜𝑛 𝑟𝑒𝑚𝑜𝑙𝑖𝑛𝑜𝑠 𝑑𝑒 𝑎𝑔𝑢𝑎 𝑐𝑟𝑒𝑠𝑝𝑎 𝑦 𝑙𝑜𝑑𝑜𝑠𝑎, 𝑐𝑎𝑟𝑔𝑎𝑑𝑎 𝑑𝑒 𝑒𝑙𝑒𝑐𝑡𝑟𝑖𝑐𝑖𝑑𝑎𝑑, 𝑖𝑛𝑠𝑒𝑟𝑣𝑖𝑏𝑙𝑒 𝑝𝑎𝑟𝑎 𝑙𝑎 𝑠𝑒𝑑 𝑞𝑢𝑒 𝑑𝑒𝑣𝑜𝑟𝑎 𝑎 𝑙𝑜𝑠 ℎ𝑜𝑚𝑏𝑟𝑒𝑠: 𝑚𝑢𝑟𝑖𝑒𝑟𝑜𝑛 𝑒́𝑠𝑡𝑜𝑠, 𝑙𝑜𝑠 𝑏𝑟𝑢𝑡𝑜𝑠 𝑝𝑒𝑟𝑒𝑐𝑖𝑒𝑟𝑜𝑛, 𝑦 𝑙𝑎 𝑛𝑎𝑡𝑢𝑟𝑎𝑙𝑒𝑧𝑎 𝑒𝑠𝑡𝑎́ 𝑐𝑜𝑚𝑜 𝑎𝑠𝑢𝑠𝑡𝑎𝑑𝑎 𝑑𝑒𝑠𝑝𝑢𝑒́𝑠 𝑑𝑒 𝑠𝑢 𝑡𝑟𝑎𝑠𝑡𝑜𝑟𝑛𝑜”.

El trote descompasado de las cabalgaduras persistió en su lentitud al culminar el descenso. La calle real, lucía solariega mientras el arribo del singular trío pasaba desapercibido. San Luis, la iglesia principal, reducida a escombros por el cataclismo devastador que privó al sector central del poblado marcadamente rural, del símbolo más representativo de la religiosidad lugareña. Habría de llegar el año 1880 para que dieran inicio los trabajos de reconstrucción, el proyecto del arquitecto Fernando Pérez Quiñónez, establecía el cambio de ubicación y dirección del templo “𝑑𝑒 𝑡𝑟𝑒𝑠 𝑛𝑎𝑣𝑒𝑠 𝑐𝑜𝑛 𝑎𝑟𝑞𝑢𝑒𝑟𝑖́𝑎 𝑦 𝑣𝑒𝑛𝑡𝑎𝑛𝑎𝑙𝑒𝑠 𝑔𝑜́𝑡𝑖𝑐𝑜𝑠, 𝑡𝑟𝑎𝑧𝑎𝑑𝑜 𝑒𝑛 𝑓𝑜𝑟𝑚𝑎 𝑑𝑒 𝑐𝑟𝑢𝑧 𝑙𝑎𝑡𝑖𝑛𝑎”. Cuando el séquito, presa del cansancio cruzaba diagonalmente la plaza principal para dirigirse a los batanes, un perro enfermizo que olisqueaba el suelo polvoriento de la también llamada “Plaza de la Constitución”, con sus ladridos amenazantes, hizo patente su inconformidad por la presencia de los forasteros exhibiendo ponchos de castilla, amplios sombreros y bigotes hirsutos.

Un recorrido aproximado de un kilómetro antecedió al destino final. El camino a Cotacachi custodiado de pencos y maleza, avanzaba paralelo a una quebrada, cauce ininterrumpido de un riachuelo de aguas diáfanas. Hasta la cima del taita Imbabura llegaban lánguidos los últimos centelleos de luz solar, mientras las sombras tendían su oscuro manto sobre todo el valle. Al costado derecho, la fábrica San Pedro había renacido desde los escombros, en el sacudón terráqueo, pereció su propietario Pedro Pérez Pareja, salvándose su esposa y sus doce hijos, entre ellos, Ulpiano Pérez Quiñónez quien años más tarde ocuparía los obispados de Ibarra y Riobamba. Enfrente y ladera hacia arriba, antecedida por un corto trecho de ingreso y rodeada de árboles frondosos cuyos ramajes cabeceaban de sueño, asomó la vieja casona de “La quinta”.

El sonido peculiar de las herraduras repiqueteando sobre la uniformidad del empedrado, anunció la llegada del ambateño insigne y sus acompañantes. Una sensación de intenso alivio experimentaron al desmontar, el agotamiento, les obligó a desentumecer piernas y posaderas. De pie, complacidos por tal visita, los anfitriones Rafael Andrade y su esposa Alegría Rodríguez (“𝑐𝑜𝑟𝑝𝑢𝑙𝑒𝑛𝑡𝑎, 𝑔𝑎𝑟𝑟𝑖𝑑𝑎 –𝑑𝑜𝑐𝑒 ℎ𝑖𝑗𝑜𝑠 𝑒𝑛 𝑝𝑖𝑒 𝑠𝑜𝑏𝑟𝑒 𝑙𝑎 𝑡𝑖𝑒𝑟𝑟𝑎– 𝑐𝑜𝑛 𝑠𝑢 𝑜𝑠𝑐𝑢𝑟𝑎 𝑠𝑎𝑦𝑎 𝑎𝑚𝑝𝑢𝑙𝑜𝑠𝑎, 𝑠𝑢𝑠 𝑚𝑎𝑐𝑖𝑧𝑎𝑠 𝑡𝑟𝑒𝑛𝑧𝑎𝑠 𝑑𝑒 𝑠𝑢 𝑓𝑒𝑙𝑝𝑢𝑑𝑎 𝑝𝑎𝑛̃𝑜𝑙𝑒𝑡𝑎 𝑡𝑒𝑟𝑐𝑖𝑎𝑑𝑎”), permanecían sonrientes. Despojándose de su sombrero de ala ancha y recogiendo la ruana sobre sus hombros, Don Juan hizo gala de sus buenas maneras –innatas en él– y los modales adquiridos durante una estadía anterior en París, estiró la mano mientras con leve inclinación de cabeza y su voz de tonalidad aguda característica expresó reverente:

– “𝑀𝑖 𝑠𝑒𝑛̃𝑜𝑟𝑎 𝐷𝑜𝑛̃𝑎 𝑎𝑙𝑒𝑔𝑟𝑖́𝑎… 𝑚𝑖 𝑠𝑒𝑛̃𝑜𝑟 𝐷𝑜𝑛 𝑅𝑎𝑓𝑎𝑒𝑙”.
El efusivo saludo de bienvenida surgió al unísono.
‒ “𝐴ℎ 𝑚𝑖 𝑠𝑒𝑛̃𝑜𝑟 𝐷𝑜𝑛 𝐽𝑢𝑎𝑛… 𝑐𝑢𝑎́𝑛𝑡𝑜 ℎ𝑜𝑛𝑜𝑟 𝑒𝑛 𝑒𝑠𝑡𝑎 𝑐𝑎𝑠𝑎”.

La paciencia del “mudo” Veintimilla había rebasado por el aparecimiento de “Las Catilinarias” satíricas e incisivas, provocando la deportación del egregio prosista. El derrotero restante, exigía una renovación de energías que serían debidamente recuperadas durante aquella plácida estadía que, en su momento, honró a suelo imbabureño.

Sobre unos butacones forrados de fino damasco se volcaron los cuerpos maltrechos, afectados por el agotamiento. Destacaba la complexión del hospedador: hombros anchos, sus casi dos metros de estatura hacían notoria su imponencia, vestía un elegante traje de pana oscura y cubría su distinguida presencia con un poncho castaño. Muy solícito, ofreció sendas copas de coñac a los huéspedes. Manuel Semblantes, guardaba su compostura singular, el ceceo notorio, había adquirido durante la permanencia de una década en regiones ibéricas; Francisco Hipólito y Abelardo Moncayo (exiliado en la quinta), mantenían un diálogo silencioso; melancólico y desfallecido, Montalvo bebía a sorbos café tonificante para ahuyentar el frío.

Para los hermanos Andrade, apuestos y fornidos, quienes retornaban a casa después de cumplir con las labores agrícolas en la extensa propiedad, constituyó una agradable sorpresa. Diligentes, suministraron largos candelabros de bronce que iluminaron el ambiente acogedor aquel, situación que Don Juan aprovechó para observar las pequeñas figuras talladas en naranjo, meticulosamente ordenadas sobre unos lomeríos de papel en cuya cima destacaba un Belén, primoroso y representativo. Un aroma de clara procedencia culinaria se filtró entre la charla, hilvanada con los acontecimientos políticos recientes, anécdotas personales… remembranzas, coloquio que fue interrumpido cortésmente por Doña Alegría.

–”𝑃𝑎𝑠𝑒𝑛 𝑎 𝑡𝑜𝑚𝑎𝑟 𝑙𝑎 𝑠𝑜𝑝𝑖𝑡𝑎”

Sobre el mesón del comedor reposaban: “𝑒𝑚𝑝𝑎𝑛𝑎𝑑𝑎𝑠 𝑑𝑒 ℎ𝑜𝑟𝑛𝑜, 𝑔𝑢𝑖𝑠𝑜 𝑑𝑒 𝑐𝑎𝑝𝑜́𝑛 𝑐𝑜𝑛 𝑡𝑜𝑚𝑎𝑡𝑒 𝑦 𝑔𝑎𝑟𝑏𝑎𝑛𝑧𝑜, 𝑝𝑖𝑜𝑞𝑢𝑖𝑛𝑡𝑜 𝑑𝑒 𝑛𝑢𝑒𝑐𝑒𝑠 𝑦 𝑎𝑣𝑒𝑙𝑙𝑎𝑛𝑎𝑠 𝑑𝑒𝑠𝑚𝑒𝑛𝑢𝑧𝑎𝑑𝑎𝑠, 𝑎𝑟𝑟𝑜𝑝𝑒 𝑑𝑒 𝑚𝑜𝑟𝑎𝑠, 𝑜𝑙𝑒𝑜𝑠𝑜, 𝑐𝑎𝑟𝑑𝑒𝑛𝑎𝑙𝑖𝑐𝑖𝑜, 𝑝𝑢́𝑟𝑝𝑢𝑟𝑎, 𝑐𝑜𝑟𝑜𝑛𝑎𝑑𝑜 𝑑𝑒 𝑐𝑟𝑒𝑚𝑜𝑠𝑎 𝑛𝑎𝑡𝑖𝑙𝑙𝑎”. Delicioso menú esmeradamente elaborado a la medida del buen gusto y refinamiento de Montalvo. Saciado el hambre acuciante, sobrevino la sobremesa consecuente, el tema principal, se centró en la anécdota referida por el eximio expatriado cuando “Ignacio de la cuchilla” (antes de la ruptura) le invitó al restaurante parisiense Bonnefoi –costoso y elegante– donde “el mudo” consumió: “𝑎𝑠𝑎𝑑𝑜 𝑑𝑒 𝑙𝑖𝑒𝑏𝑟𝑒, 𝑝𝑎𝑡𝑜 𝑎 𝑙𝑎 𝑟𝑢𝑎𝑛𝑒𝑠𝑎, 𝑝𝑒𝑟𝑑𝑖𝑐𝑒𝑠 𝑎𝑙 𝑣𝑖𝑛𝑜 𝑏𝑙𝑎𝑛𝑐𝑜 𝑎𝑚𝑒́𝑛 𝑑𝑒 𝑜𝑠𝑡𝑟𝑎𝑠, 𝑙𝑎𝑛𝑔𝑜𝑠𝑡𝑎, 𝑐𝑎𝑛𝑔𝑟𝑒𝑗𝑜𝑠”, ℎ𝑎𝑟𝑡𝑎𝑧𝑔𝑜 𝑜𝑝𝑖́𝑝𝑎𝑟𝑜 𝑞𝑢𝑒 𝑒𝑛 𝑠𝑢 𝑐𝑜𝑛𝑡𝑒𝑟𝑡𝑢𝑙𝑖𝑜 𝑝𝑟𝑜𝑑𝑢𝑗𝑜 𝑟𝑒𝑝𝑢𝑔𝑛𝑎𝑛𝑐𝑖𝑎 𝑦 𝑙𝑒 𝑖𝑛𝑑𝑢𝑗𝑜 𝑎 𝑝𝑒𝑑𝑖𝑟 𝑡𝑎𝑛 𝑠𝑜𝑙𝑜 “𝑢𝑛 𝑐𝑒𝑠𝑡𝑖𝑙𝑙𝑜 𝑑𝑒 𝑎𝑙𝑏𝑎𝑟𝑖𝑐𝑜𝑞𝑢𝑒𝑠”.

Tres días de estancia placentera en tierra imbaya transcurrieron a pasos apresurados. Atrás, fueron quedando los amaneceres de auroras ensoñadoras, perfilando con luz violácea al monte imponente, hierático y amorosamente decrépito; el vistoso panorama exhibiendo la telúrica desnudez de Cotama y Rey Loma, colinas colindantes con sembríos amarillentos. Más allá, un candoroso manojo de casas solariegas y callecitas incipientes llamado Otavalo. El ímpetu del viento, no había cesado, persistía en su inclaudicable oficio de levantar polvo por toda la comarca lugareña, acariciar rostros e infundir el armonioso sonido de enramadas y maizales resignados ante una cosecha inminente. Marco ideal para la meditación del erudito, las entretenidas caminatas por los alrededores, cuadras abajo, el idílico abrazo de los ríos Jatunyacu y Blanco para incrementar el acuoso susurro arrullador, de techo, la bóveda celeste infinitamente grandiosa con un sol complacido, irradiando luz y calor encima de tanta beldad paisajística.

El frío de aquella madrugada, obligó al ensayista y a dos de los hermanos Andrade, arroparse con ruanas y gruesas bufandas, antes de retomar el itinerario trazado. Semblantes y Moncayo regresaron a Quito. La quietud fue interrumpida por el ruido de pasos pisoteando el enladrillado de los corredores de la casa quinta. Sorteando el pináculo del Imbabura, aparecieron los primeros fulgores de luz que fueron a parar en las nieves eternas de la mama Cotacachi. Camino de contrabandistas por ese entonces. Cuando un decenio atrás, transitó acompañado de Semblantes y Mestanza, en Peguche, el hacendado Víctor Gangotena le proporciono un buen caballo, pues la cabalgadura que traía, resultaba escuálida.

El retorno, había favorecido a que Ibarra continuara restableciéndose del azote padecido once años antes. La cuesta del Priorato, antecedió al descenso por Pimán, percibiendo el calor seco, llegaron al valle del Chota donde el Juncal precedía a la dura escalada por duendes hasta culminar en el antiguo tambo a Bolívar. Ya en terreno relativamente plano, se sucedieron La Paz, San Gabriel, Huaca, Julio Andrade y Tulcán. Este fatigoso periplo duró dos largas jornadas hasta cruzar la frontera.

La despedida saturada de emotividad, confundió en un sentido abrazo al Quijote de pluma heroica en ristre y a los hermanos Andrade. Septiembre había empezado, paralelas… la nostalgia y la melancolía.

__________
Fuente: Núñez Garcés, Jaime. “𝐶𝑎𝑚𝑖𝑛𝑜 ℎ𝑎𝑐𝑖𝑎 𝑒𝑙 𝑒𝑥𝑖𝑙𝑖𝑜-𝑀𝑜𝑛𝑡𝑎𝑙𝑣𝑜 𝑦 𝑠𝑢 𝑒𝑠𝑡𝑎𝑛𝑐𝑖𝑎 𝑒𝑛 𝑡𝑖𝑒𝑟𝑟𝑎 𝑖𝑚𝑏𝑎𝑦𝑎”. Revista Imbabura Extraordinaria XXXI. Casa de la Cultura Ecuatoriana Núcleo de Imbabura. 2024.

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