𝐸𝑠𝑐𝑟𝑖𝑡𝑜 𝑝𝑜𝑟 𝐽𝑎𝑖𝑚𝑒 𝑁𝑢́𝑛̃𝑒𝑧 𝐺𝑎𝑟𝑐𝑒́𝑠
In memoriam
𝑰𝒓𝒎𝒂 𝑨𝒓𝒆𝒍𝒍𝒂𝒏𝒐, 𝑰𝒓𝒎𝒂 𝑬𝒔𝒑𝒊𝒏𝒐𝒔𝒂, 𝑺𝒂𝒎𝒖𝒆𝒍 𝑽𝒂𝒍𝒆𝒏𝒛𝒖𝒆𝒍𝒂, 𝑳𝒖𝒊𝒔 𝑩𝒆𝒕𝒂𝒏𝒄𝒐𝒖𝒓𝒕, 𝑭𝒂𝒃𝒊𝒂́𝒏 𝑪𝒉𝒂́𝒗𝒆𝒛, 𝑷𝒐𝒍𝒐 𝑷𝒂𝒔𝒒𝒖𝒆𝒍, 𝑱𝒐𝒓𝒈𝒆 𝑽𝒊𝒍𝒍𝒆𝒈𝒂𝒔.
No es ninguna novedad hacer mención que una de las prácticas arraigadas en quienes hemos nacido en suelo sarance, constituía el paseo de fin de semana al lago San Pablo, sea familiar o entre amigos. Doy fe de esta aseveración porque siendo niño y por más de una ocasión, formé parte de esas excursiones inolvidables conjuntamente con mis queridos padres y hermanos, incluido en mayor o menor grado, el círculo de amistades. Epoca inolvidable aquella, cuando verdaderas bandadas de garzas trazaban su vuelo simétrico por encima del límpido espejo lacustre. Dos eran las paradas ineludibles que daban cabida al esparcimiento y la sana diversión: el Intiyán, hermoso paraje, ubicado sobre la orilla norte desde donde nos extasiábamos contemplando unos atardeceres de embeleso, matizados de brochazos crepusculares auríferos y, al margen occidental, el muelle Costa Azul, de grata recordación.

El Intiyán, tal como luce en la actualidad. Foto © Jaime Núñez Garcés.
Imposible no señalar al muelle-bar Imbacocha como complemento de la añorada trilogía del entretenimiento, hoy, convertido en un ruinoso rincón desolado, depósito inerte de tantos e innumerables recuerdos, agrupados en las infalibles kermeses vespertinas de todos los domingos, aquellas que nunca más volverán. Persistía el peregrinaje de grupos familiares, dispuestos a protagonizar unos instantes de solaz, inmersos en un entorno muy singular, adicionalmente, saborear con deleite la bondadosa porción de carne colorada o cuero con mote, llamado también “picante”, y otras frituras deliciosas, producto del arte culinario de Doña Rosa Caicedo, esposa de Don Luchito Echeverría, verdaderos personajes de grata remembranza.

Muelle Costa Azul años antes de su restauración. Foto © Jaime Núñez Garcés.
El condumio o parte medular que perseguían las diferentes jorgas, llámense Grupo de Amigos, Celtas, Atabalibas, Junior, etcétera, era la bailada al compás de los ritmos ejecutados usualmente por la “Lira Otavaleña”. El “me permite” o “bailamos” pronunciados de manera cortés con manita extendida, daba paso al “zangoloteo” cadencioso mientras en gran demanda, las botellas de Pilsener, saciaban la sed de uno que otro concurrente. No era raro “armar viaje” después de la matiné del Teatro Bolívar, en razón de que el festejo del muelle duraba hasta un poco entrada la noche, cuando Don Alejandro Plazas disponía a sus filarmónicos, entonar unos tonitos nacionales, muy nuestros, de esos que hacían echar pañuelo y “levantar polvo del piso” para terminar el “bailache” como Dios manda. La vuelta a casita había que hacerlo a lomo de algún vehículo disponible, predispuestos (en muy raras ocasiones por supuesto) a padecer durante el lunes siguiente, los inevitables efectos de la crónica del chuchaqui anunciado con reprimenda materno-paternal incluida. Instantes candorosos que ya no son más, impugnados por el irrebatible devenir del tiempo.

Imbacocha. Testigo silente de innumerables tardes dominicales de sana diversión. Foto © Jaime Núñez Garcés.
Desde este escenario, parte el relato que hoy me permito referirles, como es costumbre, basado en vivencias propias y testimonios tan verídicos como fiables. Es de lamentar, porque impensadamente ha constituido la pauta para que ocurrieran percances sin mayores consecuencias en unos casos y aciagos en otros, antesala fatal donde han perecido apreciados coterráneos, coincidentemente, en el tramo de carretera comprendido entre las curvas anteriores a la Magdalena y el ingreso sur a Otavalo, con un denominador común: regresando de Imbacocha. Experimentando una súbita e inevitable retrospección, acuden a la memoria dos accidentes ocurridos, el primero, provocó la muerte de Galo Dávila, Polibio Vinueza y Julio Paredes (domingo 18 de mayo de 1969), al colisionar el automóvil que los traía de regreso con un trailer, debió ocurrir pasadas las veinte horas porque quienes fueron los primeros en llegar al sitio del choque fatídico, fueron los integrantes de la banda municipal residentes en Espejo y San Rafael, ellos, retornaban a sus hogares, después de la retreta nocturna. Sobrevivieron Gonzalo León y Vinicio Castro. Uno posterior, acaecido en circunstancias similares el lunes 31 de octubre de 1977. La ciudad vestía de gala, concluido el desfile cívico, Rafael Egas habíase encontrado casualmente con el ministro de educación, muy amigo suyo, quien le había pedido acompañarle al almuerzo que las autoridades ofrecían y tendría lugar en el Hotel Chicapán, el “che Egas” acudió apresuradamente a su casa para cambiarse, al retornar del convite… le sorprendió la muerte.
Reposando en las páginas amarillentas del historial de cada pueblo, yacen toda clase de sucesos, sean de carácter político, social, económico, cultural, etc. También resalta el capítulo que a la humanidad aqueja: el trágico. Lastimosamente, Otavalo no ha sido la excepción, sobre una página intangible; pero manifiesta, donde destaca una caligrafía de dolorosa evocación, encontramos registrado el accidente con un lamentable número de víctimas, constituyéndose en la mayor desgracia acontecida, en ésta, valiosas vidas que apenas cruzaban el floreciente umbral de su existencia, concluyeron súbita e implacablemente. Han transcurrido cincuenta años y cinco meses aproximadamente, desde este hecho lamentable.

Elenco participante en un sainete, durante la inolvidable época de colegio, constan de izquierda a derecha: Rosario Méndez, Irma Arellano (+), Amparo Plazas y Miryan Fuentes. Foto © Jaime Núñez Garcés.
El desfile del estudiantado donde las bandas de guerra hicieron sonar aires marciales por la calle Bolívar, anunció que el feriado ya pisaba los talones. Pasado un día, la colada morada ubicándose sobre diferentes mesas dijo ¡presente! El cementerio se saturó de visitas, flores y responsos, mientras la venta de hornado, champús, mazamorra con churos, inflaba barrigas hambrientas que merodeaban por el vecino barrio San Blas. En la jornada siguiente, al sur, Cuenca “la Atenas del Ecuador” festejaba su cumpleaños número 154 de independencia, santo pretexto para que en el resto del país haya vacación decretada.

Samuel Valenzuela (+) portando el redoblante. Foto © Jaime Núñez Garcés.
Asistir a la misa dominical fue el acto que religiosamente precedió a las actividades a desarrollarse. Era un día de asueto, por tanto, propuestas y planes fueron concretándose entre los amigos del barrio o de tal o cual gallada: empezar en la retreta, una vez concedido el permiso respectivo, ir a la matiné, sin descartar desde luego el escape furtivo “a echar paso en la laguna”. Con unos cuantos sucres al bolsillo y bien prendido el entusiasmo, partieron fijando rumbo a Imbacocha, para siete navegantes, constituiría la escala predestinada, el embarcadero hacia su puerto final. La alegría dominante, las conversaciones amenas, los acompasados movimientos de cadera, coincidentes con el ritmo que marcaban un par de saxofones, las teclas del órgano yamaha emitiendo sonidos guapachosos, la batería de redobles alharaquientos, el guiro, rascado con una peinilla cargada de caspa blanquecina, estos y otros factores descritos en un párrafo anterior, predominaban dentro de la cuadratura del amplio salón. Hasta que llegó el instante de retornar.

Amistad, compañerismo y una buena cerveza a orillas del lago (Grupo Junior III). Foto © Jaime Núñez Garcés.
Para tal fin, los baldes de dos camionetas acogieron a un determinado número de muchachos: once en una y simultáneamente, seis treparon a la otra. Encendidos los motores, éstas arrancaron, poniéndose en marcha para superar el tramo de carretera que las separaba de la ciudad. Cada acelerador sintió sobre su cabeza plana hincarse el ímpetu propio de los años juveniles, la recta de Espejo y las serpenteantes curvas posteriores, quedaron postergadas. En el trecho final, la ranchera azul llevaba ventaja, cuando Patricio Proaño, Eduardo Jácome y Germán Bermeo (quienes viajaban en la parte posterior), miraron atónitos como la camioneta que les seguía “traqueteó, voló por encima de la alambrada, se volteó en el aire y con las ruedas hacia arriba, cayó”. Sin poder articular palabra, golpearon la cabina para que quien conducía detenga la marcha y poder asistir a los heridos “todavía se podía ver, eran las seis de la tarde” cuenta Patricio. El cuadro era desgarrador, siete cuerpos yacían exánimes, un entrevero de ayes y gemidos surgían de las humanidades de dos hermanas de apellido Racines, Rodolfo Guerra y Manolo Santacruz. La espantosa magnitud del accidente hizo que el tráfico se detuviera, adoptando una magnitud humanitaria, algunas personas utilizaron sus vehículos para trasladar a las víctimas al hospital.
Recuerdo que como de costumbre asistí a la misa de siete, durante su desarrollo, pude notar un cuchicheo generalizado entre los feligreses, algo ha pasado… pensé. Al concluir el oficio religioso, la fatal noticia se propagó como fuego arrasando un pastizal, a esa hora, el gentío dirigiéndose por la calle Bolívar hacia el hospital San Luis era impresionante, proliferaban versiones, conjeturas, especulaciones e interrogantes. En su intento de ingresar, familiares y allegados empujaban la puerta principal que permanecía cerrada, Don Samuel Valenzuela, logró burlar este impedimento para dirigirse al cuerpo maltrecho de su hijo quien minutos después… expiró en sus brazos. Las lágrimas infantiles del coreanito Guerra deambulaban por los exteriores del centro hospitalario, pues el estado de su hermano Rodolfo, era de gravedad. Aquella tarde y noche, la muerte inmisericorde imponía luto, cercenando de manera cruel, el existir terrenal de jóvenes vidas prometedoras.

Fabián Chávez (+). Foto © Jaime Núñez Garcés.
Durante las exequias, en conmovedora escena, siete féretros yacían al pie del Cristo doliente, el dolor y la aflicción de los deudos, encontraron un eco bien sentido en todo el conglomerado otavaleño que asistió para despedir a sus entrañables coterráneos. Con tono grave y melancólico, las dos campanas centenarias, empezaron a doblar cuando la multitudinaria concurrencia conformaba el cortejo fúnebre. La marcha, revestida de una consternación generalizada, avanzó lentamente, ocupando calzada y aceras. El camposanto acogió a los nuevos huéspedes, en su nueva morada, reina por siempre la paz en evidente calma.
Dos días antes, Irma Arellano depositó un arreglo floral en la tumba de su abuelita, hoy, comparten este retazo de suelo, cobijándose con el limo terroso al que siempre amaron. Sobre un pequeño epitafio, consta la fecha fatídica: 3 de noviembre de 1974.
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Autor: Jaime Núñez Garcés. Comunicación personal, 24 de marzo de 2025.