Homenaje al otavaleño anónimo

Una ciudad en fiesta es una ciudad pre­dispuesta a la alegría, al bullicio y al júbilo: la banda de música encauzando la emoción; el desfile con pasos marciales, los uniformes estu­diantiles cuidadosamente preparados; la can­ción de la patria con su máximo aleteo de trom­petas y las banderas al viento en homenaje a la ciudad que se ha vestido de gala para ena­morar a sus habitantes y comprometerlos al dulce y sacrificado yugo del compromiso con la vida, el trabajo y la muerte.



La fecha cumbre de Otavalo ha vuelto a marcarse en el calendario, y nosotros que ve­nimos participando de su común alegría y su contagioso deseo de vivir, nos hemos reunido para rendirle homenaje por su altivez irrever­sible ante la Historia y su enrumbamiento ha­cia un futuro responsable y digno.

Rememorar el contexto humano de épo­cas pretéritas es necesario y saludable. Nom­brar al héroe, homenajear a quienes abrieron el surco de la Historia y lo sembraron para cosechas futuras es obligatorio y grato. Pero ya los héroes han sido venerados; numerosas estatuas se han levantado señalando hitos de la vida colonial o republicana. Textos, discursos y ensayos se han escrito para su consagra­ción postrera. Por ello, hoy vamos a hablar de quienes no dejaron sus nombres escritos o ins­critos en las páginas perdurables del tiempo. Pensar solo en quienes hicieron parte del con­glomerado humano, en los momentos difíciles que formaron la nación, o, que inclusive deja­ron nombres y hechos que se perdieron y yacen sepultados en un todo general sin pasa­do ni presente. Porque el héroe es producto de la colaboración, presencia e insistencia de infinidad de seres. No se produce aislado y autónomo. El héroe es la conclusión de un si­lencioso proceso anterior y el resumen de una proyección, de un fermento que se interrumpe cuando es impostergable. Estas cumbres del pensa­miento y la dinamia están siempre rodeadas de hombres comunes y sencillos, que desapa­recieron sin dejar huella en la inmensidad sin límite del arcano.

Gente que vivió soñando, soportando an­siedades o injusticias, participando con audacia y desafío en acciones donde se arriesgaba el cambio y en las cuales, muchas veces fueron víctimas; y, eso entraña dolor, decisiones an­gustiosas, mínimas cobardías, rencores o gene­rosas dignidades. Seres que transitaron por las calles de Otavalo, algo distintas hoy, pero ya existentes; que se emocionaron en el delirio patriótico, apoyando o combatiendo aquello que a la postre beneficiaría a la ciudad y sin embargo, hoy, paradójicamente, no nos per­mite agradecer con nombre propio a sus pro­tagonistas.

Centenarios abuelos, de quienes sentimos su intangible presencia guiando nuestras vidas, y que por circunstancias del destino nos pri­vamos de colocarlos en el lugar preferente don­de ya nunca podrán ser ubicados.

Para ellos, cuidadanos sin voz, muertos sin lápida ni fechas, fantasmas del pasado por injusto mandato de un dios negativo; mi voz de reconocimiento y gratitud.

¿Quiénes fueron los indígenas otavaleños que partieron en forzadas manadas atiborradas de bestias y alimentos-, y se hundieron en la vorágine enloquecedora de la selva y la muer­te? Capturados para servir de carnada a la manigua bajo el reto ambicioso de Gonzalo Pizarro cuando en 1541 se lanzó en búsqueda del fabuloso país donde los árboles producían áureos frutos y flores de topacios y amatistas. No sabremos nunca nombres ni número de aquellos hombres arrancados del suave paisaje y arrastrados a la selva tórrida y envolvente.

Y no solo en esta oportunidad nuestro Oriente bebió sangre otavaleña, ni sus ríos re­tuvieron cuerpos indígenas en el légamo oscu­ro de sus lechos; para 1539, Gonzalo Díaz de Pineda vuelve a ingresar al país de la canela con gente enamorada de sus límites sarances; toma como rehén a su Cacique Tytarco y se interna en una pesadilla de víboras, fieras y tremendales. Al regresar, los Protectores de Indios, lo acusarán ante los Tribunales del Rey de desafueros y crueldad contra gente anónima que abandonó sus costumbres, familias y querencias para obedecer requerimientos aje­nos a su idiosincracia.

Posteriormente, el general Núñez de Bo­nilla organizó en 1579 otra expedición al Orien­te, contratando a numerosa gente de esta co­marca, como también de Cayambe, cuyo Ré­gulo lo acompañó hasta Quijos. No sabemos quienes eran ni cuantos regresaron, porque es indudable que a muchos los atrapó la muerte, dejando sangre, piel, sueños y calcio otavale­ños, tendidos en la húmeda y boscosa penum­bra del trópico.

La lista inexistente se enlaza más adelan­te, cuando ya el Dorado era una quimera de­mostrada, y la capital de la Audiencia se aho­gaba aislada del mar. Era indispensable encon­trarle un camino que la libre del aislamiento. Pedro Vicente Maldonado, estudia y lleva a la práctica, con orden real la apertura del cami­no de Ibarra a Esmeraldas en 1741; antes le había solicitado al rey que »Otavalo le propor­cionara auxilios, así como gente ociosa o que estuviera inmediata a dicho camino para que trabajara a jornal». Gente sin nombre otra vez, sin certificación que señalara su aporte a tan magna obra, datos que nos permitieran saber qué pensaban, qué amaban o ansiaban en la vida; solo aseguramos que sufrieron el extra­ñamiento de su parcela de magia, de su Llacta acogedora. El querer tener ventura marina se repite con nuevos y tercos explotadores; en 1613 con Arias de Ugarte, en 1615 con el Corregidor Pedro Durango Delgadillo, con Pé­rez Menacho o Juan Vicencio Justitiani, acom­pañados de otavaleños que, machete en mano, rompían la impenetrable selva en busca del mar de Balboa. Paisanos anónimos que en pe­queña tropa de 80 hombres siguieron en 1776 al Corregidor Posse Pardo, uno de los más vale­rosos e inteligentes funcionarios de la corona, cuando se presentaron fricciones entre España y Portugal, marchó con sus soldados al Ma­rañón en busca de combate. No avanzó mucho porque la guerra no prosperó; pero, de todas maneras, fueron otavaleños que tampoco de­jaron identidad, y constancia vital de su pre­sencia en los acontecimientos decisivos de la época colonial.

Hechos de guerra como sucesos de paz. Rostros y manos anónimas que tejieron, tin­turaron y escarmentaron tejidos para la expor­tación y explotación humana. La historia tiene páginas manchadas cuando comenta sobre aque­ llos hombres sin nombre. Bastaría citar las NOTICIAS SECRETAS DE AMERICA de Ulloa y Jorge Juan, o a Francisco José de Caldas cuando describe «Un obraje es una casa gran­de con dos o tres patios. Todo el recinto es­taba cercado de paredes, y todo bajo una lla­ve que pende de un portero con residencia perpetua de una pieza inmediata. Este no tiene más ocupación que encerrar al indio y a todos los maniobreros, impedir que salgan antes de completar su tarea. Estos infelices están en­ cerrados en gran número en estos salones ho­rrorosos y sin ventilación, y en que al entrar se percibe un hálito semejante al de las enfer­merías de hospital».

Allí se consumían hombres de una raza que fue libre, que se rebeló contra el Inca y se opuso al español. Hombres muriendo en los Obrajes, mezclando su sangre con la tintura de los paños que se exportaban luego a Lima, México y Filipinas. Seres sin nombre, pero actuan­tes en su momento, su circunstancia, su trage­dia. Otavaleños que se hacen presentes cuando Quito exige vasallaje a las provincias, y consigue, según Luciano Andrade Marín, que indígenas otavaleños construyan «puentes de ocho vigas, recubiertas de tierra sobre la quebrada qe los gallinazos y sobre la quebrada del actual Tea­tro Sucre, al que le llamaron entonces Puente de Otavalo». Y cuando los derrumbes produ­cidos por inclementes inviernos destruyeron las acequias del Pichincha, fueron indios otavaleños -hábiles conocedores del oficio- quienes repararon las zanjas devolviendo el abasteci­miento de agua a la ciudad. Y no solo Quito. Incógnitos hombres de Otavalo constan­ en 1611 edificios gubernamentales y templos en Ibarra; y para Loja en 1593, el marqués de Cañete permitía recoger 200 indios otavaleños para la construcción de iglesias y hospitales. Eran hombres forzados a enfrentar diferentes climas y costumbres, sin embargo permanecían aferrados al recuerdo de su parcelo mágica, triste y dulce a la vez. Obreros a quienes se los ataba entre si para evitar su huída. Una comunicación de la época nos evita comenta­rios: «Le envío, bien escoltado, cincuenta obli­gados. Siquiera devuélvame los sogas».

Lo contribución humana de este pueblo, demasiado hermoso para pasar desapercibido ante la ambición de encomenderos, coloniza­dores y aventureros es definitiva, aunque la sombra del olvido se obstine en mezquinarle a nuestra gratitud. Para rescatarla en porte, basta pensar en ellos, a pesar de la compul­sión del progreso y la hiriente falta de huma­nidad que padecemos.

¡Cuáles fueron los Alcaldes, Ediles y Alguaciles que nos dejaron tanta obra perdurable y sacrificada?

¡Cuántos los Protectores de Indios que debiéndose a sus protegidos desafiaron a po­derosos encomenderos, administradores venales
o curas rapaces?

¡Cuántos frailes desconocidos propiciaron la lucha soterrada por la libertad y empuñan­do el fusil se marcharon a la guerra? Clérigos -sin nombre ya- que terminaron su vida en la enseñanza y la verdadera caridad cristiana.

Estanquilleros que vendieron botijuelas de aceite o vino, paños, terciopelos, linaza, harina o espermas. Guardas de Estanco, soldados, instructores de niños o parteras siempre sabias que hicieron gozar de la nueva luz a cente­nares de niños.

Notarios vestidos de negro, serios y pun­tillosos; curas doctrineros que con las Biena­venturanzas se marchaban a la campiña a salvar almas y a purificarse a sf mismos. Chalanes fuertes, acostumbrados al páramo, a largas ca­minatas; igual que los arrieros, que mantuvieron contínuo diálogo con el paisaje siempre abier­to ante sus pies. Arrieros que contribuyeron más que ningún otro al progreso, al avance incontenible de la civilización sobre el ande: Poncho desteñido por el sol y la madrugada, sombrero amplio, alpargatas gastadas, terciado el zurriago. Hombres sin nombre que merecen nuestra gratitud, porque a lomo de mula trans­portaron las máquinas pequeñas, las sedas y perfumes; las victrolas que traían encerrado el duende de la música en su caja sonora; la máqui­na de coser murmurante y esquelética; el piano que daba lustre a la familia y a las manos displicentes que harían brotar cadencias de Cho­pin o de Lizt. Arrieros que doblaron mil veces la montaña, bajaron al valle, atravesaron ríos, contaron consejos de brujas y aparecidos, tra­jeron la noticia del cambio de Gobierno, del cuartelazo, de la muerte del Monarca o el ti­rano; el libro con nuevos amaneceres de liber­tad y progreso; las medicinas, la carta de amor o la del desengaño y el olvido.

Hombres sin faz ni recuerdo, pero cum­plidores con su época y su misión: unir la pequeña ciudad con la capital o el puerto ru­moroso y lejano. Cómo no rememorar a los cargadores de San Rafael, -tribu de hormigas esforzadas, de titanes en miniatura- que sobre chaconas transportaron las máquinas de nacien­tes fábricas- desde Babahoyo hasta nuestra tie­rra, atravesando lo geografía -con paciencia im­posible de comprender hoy-; así llegaron las grandes piezas de la maquinaria, las carroce­ríos y motores de los automóviles, los altares tallados, la imaginería religiosa que aún es ve­nerada en nuestros templos.

Héroes ignotos, sin voz, hoy y entonces. Sin identidad definida, pero vencedores en la tarea de mantener atada a la provincia con las novedades de la técnica, la industria y el comercio. Hombres que siguen avanzando con nosotros, ya no a pie ni a «lomo de mula, pero – en nosotros, porque lo que ahora compartimos o exigimos es obra de su silencio; callaron para que nosotros tuvieramos voz», sufrieron para que nuestro camino fuera menos abrupto; murieron para que tuvieramos derecho a lo opinión, o sea derecho al Derecho.

Pero hundamos más las manos en lo ig­noto, paro encontrar la infinidad de seres a los que hoy -por simples e ignorados- quiero rendir tributo. Qué decir de las huasicamas; trabajado­res humildes, transidos de sombra en la casa solariega del gran señor de la pequeña ciudad; servicias fieles, cargadas de secretos familiares que todos querían olvidar. Capariches madru­gadores, desvelados hacedores de la higiene en esta ciudad que por su obra sigue, siendo lim­pia y precavida.

Albañiles silvadores, que a base de melo­días levantaron la pared, la techumbre, el za­guán sosegado o el umbral dichoso.

Priostes de fiestas ya perdidas en total olvido, que estuvieron vestidos de gala, cere­moniosos y altivos el día en que se desataba el aparato de la pirotécnia y de la música para sentirse dueños de una porción humana que los reverenciaba, aunque ahora no sepamos sus nombres, su soledad ni su perdido orgullo.

Y los revolucionarios que no dejaron su nombre en ningún documento, pero que ru­miaron la libertad como secreto compartido; se lanzaron al motín engrosando las filas del movimiento en armas y cambiaron la Historia de un solo tajo para siempre. Otavalo tiene amplísima trayectoria en el campo guerrero y revolucionario; entregó 120 jóvenes para res­catar Guayaquil ocupado por tropas peruanas en 1828. En 1829, trescientos soldados ota­valeños fueron a las acciones de Tarqui y Pasto. Resistieron en bloque al paso punitivo de Sámano y Otamendi, y, más tarde, cuando Alfa­ro defendió en 1910 la frontera sur, los ota­valeños se levantaron, respaldando a la Sociedad Artística que formó un batallón con frenético entusiasmo. Solo quedaron pocos nombres en los registros, pero el grueso, de la tropa que acompañó al Viejo Luchador permanecerá en­ vuelta en la penumbra del olvido.

Para 1972, jóvenes otavaleños marcharon a las campañas de Huigra; el liberalismo se debatía por sobrevivir; muchachos de esta be­lla comarca fueron a donde se forjaba la patria.

Y como tantos guerreros de antaño, sin pape­leta para entrar a la Historia, fueron muchos los que tuvieron prisa por graduarse de héroes en la escuela del cañón y de la pólvora.

O bastará recordar la catástrofe del año 1868. La ciudad desapareció bajo el polvo y los escombros; los muertos sumaron centenares, pero los sobrevivientes después de secar sus lágrimas, miraron al cielo temerosos y bus­caron la manera de seguir viviendo. Allí vuel­ve a repetirse el divino don de la fraternidad, de la solidaridad renaciendo de la muerte. Se­res, ya sin nombre, se unieron para levantar el techo caído, desenterrar vivos y muertos, preparar alimentos bajo la pertinaz llovizna y repartirla entre los desesperados vivientes. Se sintieron más otavaleños cuando lo naturale­za los hirió y el paisaje se tomó huraño y torbo; no sabremos nunca su personal identi­dad, pero sabemos que estuvieron aquí, cum­pliendo con lo que la Historio les exigía fren­te a quienes llegarían luego a reclamar su par­te de tradición, paisaje, y valentía.

Y entre la guerra y la paz: las mujeres; entre el tronar de las batallas y el silencio de los campos llenos de cadáveres: las mujeres. Junto al soldado: la- guaricha; hembra a quien no se ha hecho justicia todavía en su calidad de mujer, madre y guerrillera. Mujer anónima, valerosa, sufrida, exigente por hembra y sol­dadera. Otavaleñas -también sin nombre hoy- se fueron por los caminos de la patria, a amar y a morir, llorando la añoranza de la tierra lejano o al ser querido que dejó sembrado, como semilla anónima, en diferentes latitudes. Allí también el aporte de la mujer desconoci­da pero con la pasión sembrada en el pecho, y, sostenida como bandera en el fragor de la batalla.

En fin, donde está el pueblo está la vida; por ello, al hacer esta memoria del ser anó­nimo en la historia de nuestra ciudad, de gen­tes sin presencia escénica profunda, es necesa­rio afirmar que mientras las crónicas están lle­nas de nombres de caudillos, libertadores, ma­gistrados y guerreros afortunados -muchos in­justamente colocados en el altar de la Patria, falsos ídolos a quienes barrenas de tiempo y justicia derribarán un día-. En cambio el hom­bre común, que conoció el secreto para favo­recer la libertad y supo callarlo; el que constru­yó la pileta del parque y sembró sus primeros árboles; la maestra que se pasó la vida entre el abecedario y las doctrinas patrias; el que trazó el camino, enderezó la acequia y se lan­zó al ruedo en la corrida de toros; aquel que acudió rumboso a la Jura de las Constitucio­nes para rendir acatamiento a los gobernan­tes; el que se vistió de Nazareno para en pe­nitencia cargar al Cristo moribundo en Semana Santa; o llevó al ahijado al bautizo; bailó el casorio; cabó la sepultura para el padre, la no­via o el amigo; todos ellos forman una cons­telación de seres perfectos cumpliendo su tarea de hombres en el momento oportuno: cuando el gozo los atrajo o la tragedia los atrapó inmi­sericorde.

Curanderas con fórmulas mágicas; artis­tas de teatro que asombraron a un público pueblerino y amable; ancianos patriotas que lucharon para que su Otavalo llegara a ser capital de provincia, y que aún esperan la re­surrección de los muertos para averiguar si su sueño se hizo realidad o forma parte de ese gran sueño, intangible y eterno, del que gozan inefables. Artesanos, cofrades piadosos, médi­cos, músicos envueltos en melodías felices, que hicieron bailar fiestas de arroz quebrado o se­res llenos de pasión y voluptuosidad, converti­dos en fantasmas que esperan la gloria eterna de su pueblo y de su patria.

Este es mi homenaje a los otavaleños que yacen bajo la hierba, sin lápida ni partido de defunción, después de entregar su cuota de trabajo, sonrisa y pesadumbre. Ahora que he­mos recordado su memoria, recordemos tam­bién esta magnífica lección de la vida y la muerte. Existir, cumplir con la tarea, apasio­narse en la entrega, sentir el viento, la lluvia y el sol sobre toda la piel. Pasar sonriendo, causar el menor mal posible y morir luego. Un anonimato honroso es quizás el mejor pre­mio a una vida que no pretendió la inmorta­lidad, sino solamente ser justa y feliz, y, sobre todo, todo lo humana que pueda ser y que se pueda gozar.

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Fuente: San Félix, A. (1976). Homenaje al otavaleño anónimo (Vida institucional). Sarance. Revista del Instituto Otavaleño de Antropología, 2(2):108-125.