El último Sarance

© Oswaldo Guayasamín

I

Tengo diecisiete años. Soy saransig. Papá cuenta que el año que nací, su hermano mayor, se fue junto con otros de esta tierra a expulsar a un grupo de gente desconocida que había sido divisado cerca del río grande, más allá de Tabacundo.

En nuestro pueblo hay gente que ha venido del sur huyendo de las peleas y dicen que unos desconocidos trataron de someter a los guanos y a los cañaris. Los emisarios habían propuesto un arreglo donde una parte de las cosechas tenían que ser dadas como tributos y que los hombres servirían en el ejército. Los guanos, en cambio, mataron a los emisarios. Desde entonces hay muchas peleas allá. Dicen que los desconocidos ya han llegado a Quitu, donde hay un templo grande.

La gente dice que mi tío se fue con trece jóvenes. Y cuando descubrieron a los desconocidos se desató una pelea y cuatro de nuestra gente murió, entre ellos mi tío. Dicen que a mi tío lo mataron entre tres desconocidos y que después, los extraños huyeron. Que no hablaban la lengua de estas tierras, dicen.

Antes de regresar, los amigos hicieron un hueco grande y enterraron ahí a mi tío y sus amigos. A los extraños los dejaron así nomás. “¡Que se pudran!”. Trajeron de vuelta como trofeo dos cabezas enemigas en los pendones para mostrar a todo el pueblo.

Mi papá dice que en la próxima luna llena irá a explorar el páramo. Tres grupos se van, 18 varones en total. Van a explorar pero están listos para pelear. Parece que al otro lado de la laguna de Mojanda hay una fortaleza grande.

Mi papá dice que mamá y nosotros, sus hijos, debemos ir a la montaña Cotacache y esperar en la parte de atrás. El nos buscará después.

“Se quedarán los varones”, dice. Le digo que me quedo para ayudar. Papá me mira absorto pero no me dice que no. Su cara es firme. Mirando la laguna susurra: “Aquí nacimos, aquí hemos de quedarnos”. Estas palabras en vez de asustarme alientan mi alma. Los viejos tampoco quieren irse, “¿tierra nuestra es, dónde vamos a ir?” suspiran con el viento. Cualquier pizca de duda desaparece al escucharles. Es el momento cuando la sabiduría arrastra al corazón a custodiar la tierra. Presiento que voy a morir.

II

Dicen que cerca del río grande hay muchos extraños acampando. Parece que están preparando una ofensiva total. Enfrentarles directamente será un error. Papá nos propone pelear en la noche y retirarse. Esperar hasta la próxima noche y hacer lo mismo por el otro lado. Hostigarles cada noche, que no descansen. Poco a poco pero constantemente, hasta que se agoten y se vayan. Desde que mi tío se fue, siempre ha sido así: defendiéndonos y ellos retirándose cada vez. Hasta ahora no han podido llegar a Saransig.

Papá tiene la voz ronca, de tanto dar órdenes. Mañana salen y darán el primer golpe en la noche.

Regresaron diez, mi papá no. Cuentan que vieron a un grupo haciendo guardia y papá ordenó acercarse sigilosamente por ambos lados. Mató a uno pero de las sombras salieron muchos extraños que embistieron a los sarances. Dijeron que papá mató a otro más antes de ser derribado y matado a palos. Los que regresaron estaban en la retaguardia y amparándose en la oscuridad zafaron de la emboscada.

El pueblo entero se despertó alarmado para escuchar que los extraños se aproximaban. Solo un día de marcha…

III

Ha pasado una noche. Estamos pertrechados en medio de las chilcas atisbando al sur del monte. Por allí tienen que venir. Miramos a las garzas huir asustadas y buscamos la razón: son los ruidos que se aproximan a lo lejos. Es la madrugada. Son ellos y son demasiados. Avisamos al pueblo con el churo. En medio día de camino llegarán a la loma donde está el lechero grande.

Los Tíos Mayores han dicho que los Taguacundos, Cayambis y Litas han decidido juntar fuerzas en la planada de Caranque, pero aún así no es una fuerza suficiente. Ordenan ir a la tierra de los Caranques, donde está el templo del sol. “Allí nos juntamos y entre todos hemos de expulsar a los extraños”. Mandan quemar las chozas y amparados por el humo nos dirigimos a prisa hacia Caranque rodeando la gran montaña. El humo demorará el asedio.

En Caranque están preocupados. Hay mucha gente reunida. Hay Pimampiros, gente de Cahuasquí, Chintahuasig, Puntal y Turcán. Los de Intag también han venido y los de Qulca,  Taques, Guaca y Tusa. Dicen que hay 20.000. Anticipan que mañana llegarán los extraños del sur. Me tiemblan las manos. Las lágrimas brotan pero no es tristeza. Es el absurdo pensamiento que envuelve mis ideas, “¿por qué tengo que matar para vivir en paz?”

IV

Los chillidos de la primera trifulca me desconciertan. Apenas ha salido el sol. Vienen muchos extraños, divididos en dos grupos compactos. Calculo que son muchos más que todos nosotros juntos. Tienen caras feroces y emiten gritos de guerra que parecen aullidos. “Esta es la batalla final”, me digo.

Nosotros también gritamos y nos lanzamos a embestirles. Van cayendo los primeros extraños ante las piedras que lanzamos pero el espacio se acorta enseguida y ahora hay que pelear cuerpo a cuerpo. Ellos usan lanzas y tienen hachas de guerra. Nosotros tenemos el coraje y la ira contenida, carajo! Es mi turno y me lanzo contra los dos extraños que se acercan. Blanden hachas. Siento golpes en la cabeza y la sangre que oscurece la visión en un ojo. Me caigo pero distingo a los sarances luchando con todas sus fuerzas y me levanto enseguida; Sarance no se rinde. Lanzo piedras que encuentro en el suelo y con un palo golpeo alrededor mío.

Estoy exhausto. He consumido toda la energía y he recibido muchos golpes. Escucho un bramido por la izquierda y veo la segunda ola de los extraños que nos arrincona contra la laguna. Nos cierran el paso. A falta de piedras les lanzamos lodo, palos y gritos de impotencia, pero no se detienen. Notan la victoria y avanzan paso a paso hacia el último grupo que aún está de pie. Somos una decena, luego cinco. Vienen hacia mí.

No veo venir el golpe que me derriba. Ya no importa el dolor. Tampoco miro muchas cosas que no entiendo. Están rematando a los caídos. Como a animales les pegan, con hachas, con palos. Los quejidos son pronto apagados. Les sacan las tripas y botan al agua.

Mi sangre, mezclada con el sudor, se hace una con el lodo. Todo es oscuridad, ya no escucho los gemidos. Me pegan en la cabeza, me quiebran las costillas, se riega la sangre. La laguna ya no es negra, es color de sangre. Cabezas, brazos e intestinos yacen en el fondo de la laguna. Mi alma se entristece: oscuridad, infinitud, último suspiro. Pero siento que…

V

Despertaré inmóvil como la totora.
Resurgiré como maíz en la cosecha. 
Arrullaré los maizales, como viento tempranero.
Las alas del cóndor me llevarán a las nubes
para mirar desde lo alto la gran laguna.
Sarance nunca muere.



Fuente: Hernández Carrión, Luis. Osaka, 2008.