Autor: Jaime Núñez Garcés
Titular un tanto curioso y sugestivo ¿verdad? Encierra una historia fidedigna, íntima, ya añeja, quizá inverosímil, transmitida por mis inolvidables padres, al calor dulzón de esas remembranzas que siempre conservaron imperecederas en su interior. Ocurrió allá por el año 1938, teniendo como escenario un entorno entrañablemente idílico, de paisaje colorido, saturado de los sonidos agrestes de una naturaleza auténtica: trinos de pájaros, cantos distantes de gallos campiranos y el murmullo acuático del río Jatunyacu, estoy refiriéndome a la fábrica San Miguel.
Fábrica San Miguel. Foto © Jaime Núñez Garcés.
Fueron los inicios del año citado cuando Don Germánico Pinto Dávila, residía en Ambato, encargado del expendio y distribución de los insumos textiles elaborados en la empresa fundada por su padre. Debió ser una temporada considerable, pues, su primera esposa Doña Amelia Pachano (de quien enviudó) y su primogénito Germánico Pinto Pachano, eran ambateños.
Sucedió que la camioneta utilizada por el industrial en ciernes, evidenció un desperfecto mecánico, su condición de afuereño, terminó acercándole a un pequeño grupo de obreros del volante quienes habían parqueado su animosa charla en un costado del parque Doce de Noviembre ¿dónde podían darle arreglando su automotor? Fue la pregunta espontánea y “váyase donde el chiquito Núñez”, la respuesta inmediata, acompañada de un ademán que, señalando con el dedo índice, indicaba la dirección a seguir. Para bien o para mal, aquel instante reunía todos los elementos de una circunstancia providencial.
Entregados por completo a realizar las tareas encomendadas, los jóvenes ayudantes: Cabrera, Espinoza, López y Escalante, no advirtieron el sigiloso ingreso del nuevo cliente, una primera incursión que prácticamente constituyó la antesala de las visitas sucesivas al pequeño taller de mecánica. Los buenos modales, el hablar parsimonioso y la notoria elegancia del solicitante, se evidenciaron en el corto diálogo mantenido, previo al arreglo precisado que debidamente proveído, produjo la satisfacción consecuente.
Atribuyo a que la primera impresión provocó un sentimiento de agrado inminente en Don Germánico (así es como solía nombrarle mi padre). Su sencillez y manera de ser, atento y servicial con todos, el cabal y puntual cumplimiento de los trabajos encomendados, consideraciones que hicieron germinar la idea que terminaría siendo una propuesta directa de tonalidad interrogativa encubierta.
Carlos Núñez Hernández (Ambato 1910 – Otavalo 1977). Foto © Jaime Núñez Garcés.
–Vea maestro ¿le gustaría ir a trabajar en Otavalo?
Un remezón de extrañeza se apoderó del consultado a quien le pareció que el proponente estaba bromeando. Mediaron unos segundos, los cuales alcanzaron una aparente dimensión de eternidad antes de surgir la contestación:
–No se señor… tendría que pensar.
El Otavalo que encontraron mis inolvidables padres (1938). Foto © Jaime Núñez Garcés.
Indicación camuflada como para salir del sorpresivo instante porque la respuesta real, la íntima, atesoraba un no rotundo.
Ambato. Catedral antigua destruída en el terremoto de 1949. Foto © Jaime Núñez Garcés.
El asedio hasta cierto se tornó obsesivo, matutino, vespertino, hasta inoportuno “había veces que tu papá se hacía negar o se escondía”, me contó en alguna ocasión mi mamacita. Duró aproximadamente un mes, el primero del año aquel. De la proposición derivaron los ofrecimientos, coloreados de una diversidad de matices: buena remuneración y vivienda incluida, entre otros. El comportamiento reiterativo del interesado, terminó erosionando la firmeza de mi querido padre.
Al reducido equipaje de ropa y trastos de cocina, se juntó una sobrecarga de tristeza que a futuro, terminaría convirtiéndose en una añoranza perpetua. Las fibras íntimas de los jóvenes esposos, portaban una aparente resignación y el irremediable dolor de ausencia anudado en sus gargantas, nunca imaginaron que aquella despedida era definitiva. La ciudad amada, el Ambato por siempre floreciente, se quedó postrado dentro de una geografía de recuerdos inextinguibles. El reposo posterior a la dura jornada no tuvo nada de reparador porque el insomnio, la incomodidad del viejo camastro y un frío extremo, hicieron que la noche aquella sea interminable.
Confabulados, las tinieblas trasnochadoras y un ambiente lúgubre, provocaron una diversidad de sensaciones sombrías en los recién llegados, ella de 24 años y él de 28. Frustración, desaliento, decepción, la apreciación manifiesta de haber sido engañados, tal vez iras y sobre todo temor ante un medio marcadamente sobrecogedor. Para empezar, distante del sector urbano, la “vivienda” prometida, consistente en una habitación húmeda, el áspero y repetitivo croar de los sapos, proveniente de la quebrada adyacente; el ulular tétrico de las lechuzas; la multiplicidad de ninacuros diseminando su ínfima cuota de luminiscencia, vocerío de grillos y por ahí, algún roedor que vio afectada su privacidad.
Cumpliendo su función inobjetable, los gallos crestones cantaron al amanecer de ese nuevo día, el kikiriki a una nueva vida, de un cambio extremo, con sabor a campo y recalcitrante soledad. Inmerso en la aurora violácea, ya se dibujaba el perfil del monte majestuoso, mientras desde Cajas, apuntando al cielo, las dos cumbres del Mojanda, exhibían su encanto paramero.
Los treinta días iniciales, constituyeron una etapa de relativa adaptación, suficiente para que la personalidad del mecánico nuevo genere confianza, empatía y afecto. De manera íntegra, el “maistrito Carlos”, asimiló las funciones que debía cumplir. Confieso que, al redactar cada párrafo, cada línea, cada palabra, por mi interior recorrieron sensaciones de tintes melancólicos.
Como un arroyo de aguas arcaicas e inquietas fluyendo en su cauce, el devenir del tiempo no dio tregua a su marcha ineluctable.
Ocurrió que cierto día y de manera imprevista, les cayó mi abuelo materno Segundo Garcés. Imagino la emotividad del encuentro, saturado de lágrimas paternales, también las filiales, muy sentidas ambas, los abrazos apretados y, sobre todo, el signo de la cruz, trazado por un padre caritativo ante su hija a quien extrañaba sobremanera. Traía consigo el sano propósito de llevarlos de regreso a casa, reforzado por la muy desagradable impresión e impacto provocados al comprobar el cambio dramático, pues entre el sector central de la cuna de los tres juanes y el de la nueva morada, no cabía ni una ínfima comparación. Del diálogo íntimo y conmovedor, surgió la inmediata resolución de preparar las maletas para retornar al terruño amado.
Presintiendo el objetivo de aquella inesperada visita, los hermanos Segundo Miguel y Tomás Abel Pinto Guzmán, optaron por evitar a toda costa que una valiosa pieza del engranaje dejara de funcionar, resultando de alguna manera perjudicados sus intereses.
A la orilla del viejo carretero, tres voluntades bien decididas, aguardaban con entusiasmo el paso de algún bus u otro transporte que les devolvería a su querencia. No tardó en aparecer en la escena el hermano menor.
–Carlitos ¿por qué se va?
–Don Tomasito… extrañamos mucho a la familia.
–Quédese Carlitos “cuando usted se vaya no se ha de ir con el sombrero puesto” (textual).
La plática adquirió las características de un tira y afloja donde se intercalaron peticiones y discretas refutaciones, hasta que salió el as escondido de manera premeditada bajo la manga, para ser utilizado en caso de tornarse controversial la situación. Constituyó el ofrecimiento final y determinante:
–Vea Carlitos… le regalamos la moto.
Así luce hoy la motocicleta obsequiada. © Jaime Núñez Garcés.
La misma, vista desde otro ángulo. © Jaime Núñez Garcés.
Así es como debe haber lucido la moto original. Foto © Jaime Núñez Garcés.
Tal aseveración, tan firme como certera, provocó un sacudimiento en la humanidad de mi querido padre porque en su vida, nunca había montado ni siquiera una bicicleta y ahora, caía del cielo ¡una moto! Consecuentemente, el equipaje de vuelta a casita quedó burlado, la permanencia en tierra ajena se fortaleció haciéndose indefinida y el abuelo Segundo Garcés Raza, retornó, cargando a sus espaldas un bagaje de frustración y marcada tristeza, la amarga desilusión de María Piedad, su hija, con los años, se tornó en forzosa resignación.
De marca Indian Chef, con algunos años cumplidos, esta motocicleta –según conozco– era utilizada para transportar la tela desde San Miguel hasta el taller de confecciones que en esa época, funcionaba justo en la casa esquinera de dos pisos, ubicada en el extremo oriental del pretil municipal. Vehículo motorizado similar a los utilizados por la soldadesca nazi, es decir, con un pequeño coche del lado derecho como componente adicional. Bien pequeño yo, cuando la herrumbre y su accionar implacable ya habían cubierto de color marrón el “monstruo” metálico ya abandonado en un patio trasero, solía treparme con mi inocencia para juntos, una vez encendida la imaginación, recorrer a velocidades vertiginosas y sin el menor peligro “los caminos del Imbabura”. Hoy, su “esqueleto” de hierro debidamente remozado, luce la condición de reliquia, en el frontispicio de las nuevas instalaciones de Empresas Pinto.
Es lógico concluir que si algún bus, colectivo u otro, hubiese llegado antes del “abordaje” de Don Tomás A. Pinto, quien esto escribe, tendría otra “nacionalidad”, con pila bautismal distinta, de allí mi aseveración: Una motocicleta hizo que yo sea otavaleño. Al destino irrefutable y categóricamente determinante, se le antojó que este cuerpito sea un “apagavela” auténtico y no un “guaytambo” de sabrosura dulzona.
Otro gallo estuviera cantando las mañanitas. La majestuosidad del Tungurahua, piramidal y aureolado de nívea blancura, constituiría el saludo matinal a ojos vistas, a cambio, disfruto al contemplar extasiado los amaneceres líricos que despiertan en la cumbre del taita Imbabura y el celaje crepuscular del ocaso, depositándose sobre la mama Cotacachi, colosos andinos, inmersos en su cortejo y galanteo milenarios. El Jatunyacu de vados puros y cristalinos, no hubiesen sido la antesala de mis chapoteos natatorios, este papel, quizás habría desempeñado el río Ambato, de extenso paralelismo vecindario con Ficoa, sector donde los frutales otrora, irradiaban sabor y colorido.
No asumí la excelsa coterraneidad de Montalvo y Mera; mas estoy satisfecho con el paisanaje de Isacc J. Barrera, Fernando Chávez y Gustavo Alfredo Jácome. Otra hubiera sido mi jorga y no la integrada por los buenos compañeros de gratas e innumerables vivencias, antes jóvenes y bellos, hoy… Acá encontré a quien acompaña mi existencia, con Margarita, hemos procreado dos hijos maravillosos y por ellos, somos felices “chochando” junto a cuatro nietos encantadores.
Mi madre e Inés Magdalena, la hermanita a quien no pudimos conocerla. Foto © Jaime Núñez Garcés.
Una intensa emoción invade mi ser al escuchar el “No hay como Otavalo” de Don Alejandro; pero también siento deleite cuando suenan las notas del “Ambato tierra de flores”, de Carlos Rubira Infante.
En la estación donde el tren realizó una parada definitiva, también han tenido cabida la pena y el dolor insondables. Inés Magdalena, la primogénita, la hermanita a quien no llegamos a conocer, murió prematuramente, tenía tan solo ocho meses de edad, el húmedo ambiente del “domicilio” ofrecido, sembró en ella una severa bronquitis, ahora, es el lucerito que cuando hay noches despejadas, brilla intensa e intermitentemente. Acude a mi mente aquel lunes fatídico (28 de noviembre de 1977), fecha aciaga y cruel, en ésta, el “maistrito Carlos”, se apagó por un fatal accidente de trabajo. Durante aquellos instantes de tristeza y consternación profundas, pensé… era preferible que el carro de regreso a la tierrita, hubiera llegado antes de la moto condenatoria.
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Fuente: Foto © Núñez Garcés, Jaime. Comunicación personal, 19 de enero de 2025.