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La medalla extraviada

Posted on 2023-11-072025-04-16 by L. Hdez

𝗟𝗔 𝗠𝗘𝗗𝗔𝗟𝗟𝗔 𝗘𝗫𝗧𝗥𝗔𝗩𝗜𝗔𝗗𝗔
𝐸𝑠𝑐𝑟𝑖𝑡𝑜 𝑝𝑜𝑟 𝐽𝑎𝑖𝑚𝑒 𝑁𝑢́𝑛̃𝑒𝑧 𝐺𝑎𝑟𝑐𝑒́𝑠

Tengo el firme convencimiento de que un considerable sector de la ciudadanía (en el cual me incluyo), habrá caído en cuenta. Desde hace un tiempo atrás, las diversas preseas otorgadas durante la sesión solemne del 31 de octubre, posterior al desfile cívico, han sido repartidas a troche y moche. Salvo muy honrosísimas excepciones, ilustres desconocidos, quienes “han contribuido al desarrollo de nuestra ciudad” han sido objeto de este reconocimiento, quizá de una manera inmerecida.

Conviene aclarar que la presente anécdota, sin ser una invención de quien esto escribe, está basada en un hecho enteramente real. Acaecida cuando con sobra de méritos, el compositor Alejandro Plazas Dávila recibió la medalla al mérito artístico.

Los campanarios de San Luis, El Jordán, y San Francisco repicaron jubilosos en cada convocatoria. Ese domingo del año 71, la conmemoración justificaba tal comportamiento.

Una infinidad de veranos polvorientos e inviernos lluviosos, habían transcurrido desde que Bolívar exhibiendo a caballo una flacura extremada llegó a la villa, saludando afablemente con el sombrero de ala ancha mientras su alargado rostro de frente amplia, cabello crespo y pómulos salientes, esbozaba una sonrisa cordial.

Escoltado por los gallardos granaderos de Tarqui, luciendo un impecable uniforme de blancos pantalones ajustados, botas altas y vistosa casaca azul que minutos antes vistió apurado en la peluquería del señor Alfredo Lara, el Libertador volvía a entrar en Otavalo 142 años después. Esta vez, personificado por Alvaro San Félix, quien encabezaba una representación retrospectiva promovida por el IOA. Ventajosamente, las breves lecciones de equitación recibidas en Quinchuquí, le permitieron un cabalgar decoroso.

A la misma hora, en el salón máximo, tenía lugar la imprescindible sesión solemne posterior al desfile cívico con ocasión del aniversario de erección, allí, por resolución de la cámara edilicia reunida el 18 de octubre, Don Alejandro Plazas Dávila recibía la medalla al mérito artístico”, condecoración otorgada “en reconocimiento a su efectiva labor como compositor de música”, según participaba el acápite pertinente de la comunicación Nro. 514-P suscrita por Vicente V. Larrea, autoridad anfitriona que al finalizar el discurso de orden pidió a Ildefonso, hijo del homenajeado, imponer la presea. Emocionado, con gesto filial, colocó la medalla en el pecho septuagenario de Don Alejandro. Los aplausos no esperaron como preámbulo a las congratulaciones, la banda municipal, muy oportuna, remató entonando nuestro segundo himno.

En el mercado 24 de mayo (hoy plaza de Cantuña), cuadra y media más allá, un Bolívar de patillas postizas era ovacionado por la multitud apretujada. Aprovechando la ocasión, algunos espectadores dirigíamos intermitentemente las miradas a la guapa Manuelita Sáenz (Toty Rodríguez) que de paso visitaba el terruño de sus ancestros.

Una vez en casa, el caldo de ave de campo dio paso al resto del convite, degustado con un íntimo orgullo de sentirse hijo, nieto, o simplemente amigo cercano de un gran exponente musical, a quien sus variadas inspiraciones distinguían.

La tarde sorprendió a muchos párvulos redoblando tarros viejos, en desfiles dispersos por algunas veredas, cuando María Leonila Plazas pidió a su padre ir de visita donde Doña Josefa Dávila, imaginando el gusto que ella sentiría al ver a su hijo ostentar en la solapa, el galardón recibido. Ante la prudente intención de guardarla en el pequeño estuche, triunfó la imprudente insinuación de que llevara puesto la medalla con su cinta tricolor.

Calle arriba, rumbo al hogar materno, padre e hija enfilaron por la Sucre, una que otra felicitación asomó en el trayecto que cambió a la acera de enfrente. Como el adecentamiento urbano demandaba modificaciones, las labores para cerrar el terreno baldío (hoy parqueadero municipal) ubicado frente al parque Bolívar, iniciaron por esos días. Los materiales a emplearse, formaban un estrecho corredor que permitió pasar a la pareja y coincidencialmente, en sentido contrario, a un tipo pequeño de boina negra cuyo aspecto nada común, testimoniaba su procedencia foránea.

El entusiasmo viandante se volvió impresión desagradable al pasar por San Luis, bastó una ojeada para comprobar que la insignia había desaparecido como por arte de magia, perplejos, sintieron un baño frío escurrirse sobre sus humanidades. Sin cumplir el cometido, resolvieron desandar la distancia recorrida, sus miradas inquisidoras fueron revisando cada metro de calzada. Tanto las rebuscas en cada rincón cuanto las conjeturas sobraron, entonces, el lloriqueo de quien incentivó la frustrada visita no esperó más.

Apesadumbrado, Don Alejandro cambió de terno, pues, esa misma tarde amenizaba con su entrañable “Lira Otavaleña”, la recepción ofrecida por las autoridades en la hacienda San Vicente.

San Antonio de Padua, desde su imagen piadosa asentada sobre una pequeña repisa, empezó a calentarse con la vela que fervientemente ardía ya en sus narices.

El feriado previsto prometía descanso, sano esparcimiento y visita obligada al cementerio para rendir tributo, ofreciendo flores u oraciones desgastadas. Las dos películas que esa noche proyectaba el Apolo alma bendita, hicieron vender boletos como pan caliente y copar la sala, con suerte, los hermanos Plazas Córdova, alcanzaron las primeras butacas, incluso un intermedio musical tuvo esa función, consistió en la actuación de un cantante medio fachoso. Tres temas desentonados aburrieron a los asistentes, para finalizar, con claro acento colombiano el aventurero indicó entre otras presunciones, que por su “exitosa” carrera artística, había recibido muchos reconocimientos y para muestra indicaba jactancioso la última medalla ganada supuestamente en un festival internacional. Animoso bajó del escenario y despojándose de su boina negra empezó a recolectar en ella las contribuciones que de mala gana entregaron algunos asistentes. Sin imaginar naturalmente a quien apoyaban, los hijos del compositor, depositaron también unos pocos sucres.

“No llore Leonilita” aconsejaba Vicente Larrea, mientras afligida refería en el despacho municipal sobre la pérdida acaecida, “yo le doy otra igualita” añadió, advirtiendo un ligero sentimiento de culpabilidad en su interlocutora “y si es posible le volvemos a condecorar a Don Alejandrito”, el palmoteo sincero y la sonrisa característica complementaron el hipotético ofrecimiento.

Exánime chisporroteó la última vela del día, en un inútil intento de continuar iluminando. El sueño acarició los párpados de San Antonio que coloradito y sudoroso permanecía impasible.

Los siete primeros días de noviembre, efímeros como todos, pasaron a ser historia.

Las diversas actividades en el terminal del aeropuerto Mariscal Sucre, reafirmaron la rutina matinal. Buscando incautos por los andenes y pasillos, merodeaba el carterista de boina inseparable, quiso la bendita casualidad que éste ofreciera en venta, la reluciente insignia a Fernando García Chacón (otavaleño ya fallecido), quien desempeñaba un alto cargo en una dependencia administrativa de la Aviación Civil, mayúscula fue su sorpresa cuando al revisar la inscripción grabada, constaba el nombre del apreciado coterráneo Alejandro Plazas Dávila, y en el reverso: 31 de octubre de 1971 AL MERITO ARTÍSTICO.

Fingiendo interés por adquirirla, entretuvo al sujeto hasta llamar telefónicamente desde la oficina adyacente, a Ildefonso Plazas, tras el saludo afectuoso, formuló dos preguntas cuyas respuestas confirmaron su sospecha: El vecino Alejandro fue condecorado hace unos días y la medalla desapareció por encanto. El llamado urgente hizo que el asombrado hijo abandonara sus ocupaciones en la inspección general del Colegio Montúfar, para salir presuroso al aeropuerto.

Personal de seguridad procedió a detener ipso facto al malandrín. Consultado Ildefonso sobre una posible entrega a las autoridades, juzgó innecesaria dicha acción; pero propinó un vigoroso puntapié en las asentaderas paisas que abochornadas se alejaron junto a su dueño.

Por encargo, con cierto temor de que volviera a perderse, Don Manuel Renjifo trajo de regreso y bien guardadito el objeto recuperado. El alma volvió al cuerpo de Leonila Plazas, quien comunicó enseguida acerca del hallazgo a Vicente Larrea para que no mandara a confeccionar otra. Desde entonces, es conservada entre los recuerdos más meritorios que pertenecieron al prolífico autor.

Probablemente, San Antonio de Padua, cuyo nombre verdadero fue Fernando de Bouillón, nacido en Lisboa en 1195, interpuso sus sacrosantos oficios para poder encontrar la medalla extraviada, en hecho anecdótico acaecido hace ya muchos años, cuando nuestro Otavalo era realmente una ciudad pequeñita y apacible… más ensoñadora.

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Autor: Núñez Garcés, Jaime. Comunicación personal, 7 de noviembre de 2023.

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