𝗩𝗜𝗩𝗘𝗡𝗖𝗜𝗔𝗦 𝗣𝗘𝗥𝗗𝗨𝗥𝗔𝗕𝗟𝗘𝗦
𝐸𝑠𝑐𝑟𝑖𝑡𝑜 𝑝𝑜𝑟 𝐽𝑎𝑖𝑚𝑒 𝑁𝑢́𝑛̃𝑒𝑧 𝐺𝑎𝑟𝑐𝑒́𝑠
La apacibilidad y el decurso normal de sus vidas, eran quebrantados con la novedad insospechada. Facultada por atribución propia y tomando como base los rudimentarios padrones existentes, la oficina del registro civil adscrita al municipio, a través de las tenencias políticas, notificaba a quienes debían acuartelarse.
Para muchos, implicaba un inevitable interrumpir de su ocupación habitual como artesanos hechos y derechos, una vez cumplida la obligada transición de ayudantes, a sastres consumados, a carpinteros hábiles, a zapateros incumplidos otros, cuando un oficio –al decir de nuestros antecesores- se constituía en “padre y madre”. Habiendo cursado los años requeridos en el Normal Juan Montalvo, unos pocos, obviamente con más suerte y dinero, entregaban ya con verdadera vocación sus esfuerzos al magisterio, que por esos días ventajosamente no entendía ni jota de paros.
Dando rienda suelta a una tarea pesquisidora de frecuencia anual (en la que probablemente encontraban gusto), los tenientes políticos participaban verbalmente y de casa en casa a los “favorecidos”, advirtiendo a sus padres sobre la posibilidad de ser declarados no siquiera remisos; sino desertores en caso de no acudir al llamado.
En definitiva, no había forma de postergar, peor evitar una obligación con la patria. Entonces, la promisoria zona de Intag venía a ser un buen escondite hasta que pase el peligro, para quienes veían como al cuco hacer la conscripción; aunque no estaba descartado que sean buscados por la fuerza pública.
Según testimonio de Don Alfredo Jaramillo, apreciado coterráneo en quien las canas entrometidas buscaban acomodarse sobre sus pensamientos, el listado de susto se exhibía con ocho días de antelación al alistamiento, en la esquina de las calles Bolívar y García Moreno. Los nombres rebotaban de boca en boca abarcando diversidad de tonos y circunstancias, hasta que llegaba el día señalado para mortificar los ánimos venidos a menos.
A la estación del actual mercado Copacabana, acudían parientes y amigos para despedir al flamante recluta “entre lloros y lamentaciones, como si nos fuéramos a la guerra” relataba Don Alfredo, y su mirada traslucía cierta nostalgia, al evocar aquellos momentos sin boleto de retorno.
Decididos unos, resignados otros, cariacontecidos todos, portaban bajo candado la clásica cajita de madera con utensilios indispensables como ropa interior, hilo, aguja, botones, bacerola, tinta y cepillo.
En algunos rostros las patillas y los bigotes medio intentaban congraciarse con la moda. El vagón, alojó holgadamente a la jorga entera: Nelson Andrade, Jorge Narváez, René Jaramillo, Eduardo Castillo, Telmo Valladares, César Santillán, Fabián Cifuentes, Alberto Buitrón, Claudio Paredes y Alfredo “mocora” Jaramillo, otavaleños de cepa, cuya mayoría ya han estrenado mortaja y se cobijan con la tierra que los vio nacer.
Desde los andenes, los ollones de agua de canela echaban vaporadas fragantes. Despidiéndose, los pañuelos movían en vaivén cadencioso su cuadratura, alternando con la tarea usual de secar lágrimas y recoger mocos. Disimuladamente y a prudente distancia, corazones enamorados contribuían a la ocasión con suspiros esporádicos, mientras el tren emprendía en su traqueteo imperturbable.
Una incontenible sucesión de rincones queridos: el Neptuno, Monserrate, Jatunyacu, Peguche, Quinchuquí y Pinsaquí, los puso nostálgicos hasta llegar al término del viaje. Con la expectativa sobre el hombro llegaron a la estación de Ibarra. Una vez en el cuartel de infantería, algunos clases en señal de bienvenida se frotaban las manos maliciosamente.
De golpe y porrazo todo el escuadrón entró a trabajar en la vía Ibarra – San Lorenzo, anhelo imbabureño vigente desde décadas anteriores (ya por 1897 el obispo González Suárez, presidente del Comité Pro Carretera Ibarra – El Pailón, comunicaba al presidente Eloy Alfaro sobre tal propósito). Durante los tres primeros meses, un total de 90 hombres sudaron la gota gruesa levantando el campamento del tramo Parambas – El Pajón. “Fuimos a chupar el golpe, en el Pajón se construyó un puente de madera y se levantó la vivienda para los oficiales y la tropa utilizando caña guadúa y chonta” contaba Don Alfredo, afirmaron el terraplén, a más de realizar otras labores complementarias. Como Valladares era forjador, se encargaba de afilar picos, palas y machetes (o de vez en cuando su propia lengua). La oficialidad integraba el Mayor Manuel Mejía, por sus “atributos” al segundo jefe, un tal Capitán Noboa, apodaron “el maldito”, de menor rango los tenientes Vinueza, García y el Subteniente Guillermo Guerrero. Como acechaba la fiebre palúdica, les suministraban por precaución una pastilla (atevrina), a pesar de lo cual enfermaron veinticinco conscriptos.
Por esos días, añorar el terruño era algo inevitable. A falta de radio, los sentidos pasillos en la voz de un oficial Insuasti, caían como anillo al dedo. La pelota de mano jugaba en una cancha construida para reeditar las partidas vespertinas del mercado 24 de mayo y por supuesto, los encuentros de voley no podían excluirse.
El primer permiso para salir francos a casa, tuvo una gratificante duración de cuatro días que más bien resultaron cortos; aunque la licencia concedida fue motivo del regocijo general y responsable de los trampolines que por contento ensayaron nuestros paisanos sobre el duro suelo de la plaza La Merced, para luego en veloz carrera ir a buscar infructuosamente un carro. A falta de éste, emprendieron el camino de regreso “partes a pie, partes andando”, entusiasmados por un gradual acercamiento a la querencia. La cuarta hora empleada por los viandantes, coincidió con las primeras luces que desde Peguche ya se avistaban, provocando satisfacción. Desde la fábrica San Miguel apuraron un trotecito menudo hasta el Hospital San Luis, para luego dirigirse cada uno a su respectiva casa. Los abrazos y bendiciones entremezclaron paternidad y fraternidad, antes de instalarse la plática donde relucían las penurias vividas, mientras se saboreaba comidita de casa.
Los lugares y calles entrañables, volvieron a sentir el deambular, llamativo por las cabelleras incipientes. Tal o cual ventana dio oído a serenatas románticas; el puro de Intag refrescó gargantas, noveleras unas, ya fogueadas otras; el cine seductor contribuyó al merecido solaz, con su mágica cuota en blanco y negro, y el calor hogareño reconfortaba sus espíritus para emprender nuevamente en la aventura.
Para regresar, la gallada se reunía en el parque a la hora de la retreta, y tras escuchar “dos o tres piezitas” bajaban trotando unas cuadras por la calle Bolívar a eso de las ocho de la noche como queriendo impresionar. Un tanto desobligados descansaban en Andrade Marín, sector donde “desvalijaban” una tienda. A paso de caminante arrepentido llegaban cansados y bien entrada la noche. Este itinerario se repitió cada vez que por ventura salían francos.
Los tres meses siguientes fluyeron monótonos, saturados de rutina disciplinaria marcada por toques de diana y toques de silencio, instrucción rigurosa y clases teóricas.
Conformando una compañía de 150 conscriptos, entraron por segunda ocasión al caluroso sector de la vía en construcción, hasta completar un trimestre adicional. Para el tiempo restante, los teques, plantoneras, imaginarias, guardias, pasadas de revista, ya no hacían mella en sus humanidades sarances, hasta el rancho provocador de terribles zafarranchos estomacales en un comienzo, a esa altura había disminuido su poderoso efecto evacuatorio.
Aquél 1946, siguió enflaqueciendo con cada hoja de calendario echada al viento. Las sagradas notas del Himno Nacional, precedieron a la ceremonia castrense de licenciamiento. En posición de firmes les sorprendió un recuento de buenos y malos ratos que fugaz cruzaba por sus mentes, enriqueciendo con instantes indelebles cada anecdotario personal.
El retorno definitivo duró aproximadamente una hora. Con todos los tereques y un insustituible cargamento de vivencias arrumadas en un rinconcito interior, toda esa leva llegó en el bus de un señor Vásquez al otavalito de siempre.
El chuchaqui soberano del día siguiente, exigió rebosantes vasos de salpicón y suculentas porciones de sabroso hornado con cosas finas.
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Fuente: Núñez Garcés, Jaime. Comunicación personal, 15 de septiembre de 2023.