La Pasión entre candilejas y telones
Autor: Jaime Núñez Garcés
El recogimiento o abstracción de todo lo mundano, los engañosos propósitos de enmienda y el fervor religioso que la Semana Santa demanda, eran más patentes en años anteriores. Todos los mortales teníamos que hablar bajito, el viernes santo las personas de edad vestían luto riguroso, estaba prohibido reír y si por desgracia alguien tenía la ocurrencia de lavar su cristiana humanidad, hasta podía convertirse en pescado para exportación libre de aranceles. No han perdido vigencia el opíparo consumo de fanesca, ni los sermones maratónicos que cuando niños soportábamos soñolientos por imposición paterno-maternal mientras un tufillo de digestión trabajosa enrarecía el ambiente desde el portón de ingreso hasta el altar mayor, pasando por los confesionarios que registraban una muy buena afluencia de reincidentes arrepentidos.

La cruz del socavón. Desde 1967, símbolo auténtico de la religiosidad otavaleña. Foto © Jaime Núñez Garcés.
En alguna ocasión, durante la noche del jueves santo, visitábamos junto con mi esposa los “monumentos”. Saliendo de una de las iglesias, tuvimos un encuentro casual con un buen amigo quien después del saludo pertinente me increpó aparentando seriedad:
– Oye palomo… ya está de que te confieses.
– Y que quieres… que se derrumbe la iglesia –le contesté firme y seguro.

El concierto de música sacra a cargo de la Banda Municipal constituía una tradición que tenía grata presencia el jueves santo por la noche. Las “Marchas fúnebres” ejecutadas, eran de la autoría de Don Alejandro Plazas Dávila, en aquel entonces, director de esta entidad musical. Foto © Jaime Núñez Garcés.
De difundir música sacra y radioteatralizaciones patéticas se encargaban casi todas las emisoras. Los cines santificaban sus pantallas con películas de corte religioso o alusivas a la pasión: Marcelino Pan y Vino, El Mártir del Calvario, Los Diez Mandamientos, Ben Hur, Quo Vadis, entre otras, desde luego, sin que estas alcancen exageraciones MelGibsonnianas.

Representación escénica de “La Pasión y Muerte del Señor”. Constan en la gráfica: Nieves Rodríguez como Virgen María y Alvaro San Féliz en el rol de Jesucristo. Foto © Jaime Núñez Garcés.
Según cuentan las malas lenguas, décadas atrás el Teatro Sucre -templo irrebatible de arte- era escenario de temporada. La Compañía Gómez Albán creada en 1939 para permanecer veinte años sobre las tablas, con los esposos Ernesto Albán Mosquera e Isabel Gómez Albán como principales, presentaba la “Vida, Pasión y Muerte de Jesús”. Quien hacía de nazareno, era un artista renombrado cuyo aspecto físico reunía cualidades excepcionales: bien parecido, alto, espigado, tez blanca, cabello castaño y ondulado. Con antelación y dejando de visitar al peluquero, se dejaba crecer el pelo y la barba para representar de mejor manera el papel.

Teatro Nacional Sucre (finales del siglo XIX). Foto © Jaime Núñez Garcés.
Era de dominio público que este bienaventurado actor, empinando el codo rendía culto al Dios Baco frecuentemente y tenía una preferencia única por los buenos anisados o el mallorca de barril llamado también “guagua montado”, condición aguardentosa que no había restado la consideración y el afecto que por él sentían los quiteños.
Un despelote de puro estilo asambleísta se armaba en la boletería para conseguir entradas, porque las colas aún no estaban patentadas. Y ya durante el desarrollo de los diferentes actos, había que ver la unción con que presenciaban los concurrentes, damitas y beatas lloraban muy quedito recogiendo disimuladamente sus piadosas lágrimas con el filo del pañolón. Rostros compungidos fijaban sus absortas miradas en cada escena conmovedora, predominando una quietud de país conformista en toda la sala.
En alguna de aquellas presentaciones, por regla, el público gimoteaba y Jesús crucificado empezó a pronunciar las siete palabras proverbiales, al llegar a la quinta:
– Tengo sed…
La sal quiteña (cuando no) hizo presencia con un grito que partió desde una ocurrida garganta ubicada en la galería:
– ¡No se bebe!
Y se resquebrajó el silencio dominante, una estruendosa risotada llenó la platea, el escenario y los palcos.
Arrinconado tras el telón de fondo, con justísima razón… el diablo reía a carcajadas.
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Fuente: Núñez Garcés, Jaime. Comunicación personal, 7 de abril de 2025.