EL SALUDO REVERENTE DE SIXTO MOSQUERA
Escrito por Jaime Núñez Garcés.
“Estirpe será de cóndores
valerosos en su tierra,
de la tierra en que sus alas
con alborozo batiera,
espantando a las palomas
dormidas en las cubiertas,
y a Doña Carmen, su madre,
dándole angustias y penas.”
Recuerdo que durante los años escolares, sentíamos una predilección única por el avioncito de hojalata colocado sobre un conjunto de siete nichos, a escasos metros del ingreso al camposanto, cuando concluía la cristiana acción de escoltar cortejos fúnebres, ajenos al dolor de quienes los encabezaban. La infantil impresión, nos despertaba el deseo incontenible de manipular tan atractivo objeto, mientras imaginariamente abordábamos la nave para alcanzar horizontes ignotos. Firme, con su proa señalando el norte enfrentaba al decurso irrebatible del tiempo, las brisas intermitentes hacían girar su hélice, ansiosa por impulsar algún vuelo minúsculo.
Infinidad de lluvias, soles caniculares u otros ímpetus veraniegos, han acariciado su fuselaje de fantasía, añadiendo sutiles brochazos de óxido y vetustez. Lucía ya destartalado, con sobre horas de perpetuar una insigne memoria, hasta caer abatido por obra de manos desaprensivas.
Con expresión serena y facciones inalterables a pesar de las décadas transcurridas, la propia efigie en altorrelieve del Capitán Sixto Mosquera custodia sus restos mortales, aparenta contemplar el septentrión azulado de la querencia siempre vigente. Aromas de cipreses trasquilados y una quietud quebrantada periódicamente por funerales de luto riguroso, manifiestan solidaridad con la blancura dominante del entorno.
Las primeras referencias sobre la personalidad del distinguido piloto otavaleño, nos llegaron vía profesor del grado, estas, hacían inevitable el contertulio de admiración entre los compañeros. Testimonios fidedignos, aderezados con la cautivante narración, propia de las generaciones precedentes, han contribuido a un conocimiento mayor, fundamento sustentable para el relato concurrente.
La innata vocación de querer remontar las alturas, exigió a Sixto Mosquera Pinto, prepararse debidamente en la base de Salinas, y capacitarse después en Ground School, Corpus Christi y Pensacola, academias aéreas estadounidenses en donde según publicaciones, se alistaban los pilotos más experimentados para combatir en la segunda guerra mundial.
La apacibilidad de sus años infantiles y juveniles, encontró espacio en las aulas de la escuela Diez de Agosto y del Normal Rural Alejandro Chávez respectivamente. Estudiante aventajado que por costumbre acudía con otros miembros del “Nautin Club” a nadar en el Neptuno, o al taller de Don Augusto Dávila, para dar rienda suelta a la camaradería lugareña.
Una indescriptible satisfacción invadiría su ser al recibirse como aviador de la Fuerza Aérea Ecuatoriana, atrás quedaban rezagados sus primeros vuelos, y para empolvarse, el diario donde escribiera: “Primer vuelo nervioso. Segundo emocionado. Tercero, perdí el miedo por completo”. Ese momento, su sueño era ya un hecho real, quizá cuando niño revestía caracteres utópicos, al mirar un avión cruzando el cielo imbabureño.
La determinación de saludar desde el aire a su entrañable tierra, surgió espontánea, compromiso ineludible que cumplió en más de un 31 de octubre, fiesta cívica de Otavalo declarada como tal por el Ingeniero Federico Páez, encargado del mando supremo de la república, mediante decreto número 33 del 17 de octubre de 1935.
El último día del décimo mes, era esperado con ansia para mirar el vuelo temerariamente rasante del paisano, inclusive apostaban que Sixto Mosquera llegaría, pues muchos sabían con antelación de su venida, “la primera vez nos asustamos, bajaba más o menos hasta la mitad de San Luis”, relata una testigo.
Un zumbido gradualmente perceptible, anunciaba a media mañana la grata visita. Con las manos firmes sobre el mando, pasaba revista a esa sucesión de imágenes candorosamente alineadas: la solariega beldad del Fuya Fuya, los lomeríos retozones de sus itinerarios vacacionales que vertiginosos (Cotama de frente y Rey Loma de costado) acudían al encuentro, y sobre todo, esas casitas amorosamente estáticas que formando un manojo ensoñador se hacen llamar Otavalo.
El estrépito sorpresivo hacía que las gallinas cacarearan despavoridas en los huertos de la ciudad cumpleañera y los perros elevaran al cielo su ladrido amenazador. Las aulas quedaban vacías, y los patios admitían a escueleros asombrados; el accionar artesanal paraba, porque sus hacedores salían a media calle para contagiarse del entusiasmo reinante.
La intrepidez de Mosquera en su vuelo de reconocimiento terrígeno, provocaba exclamaciones de emoción. Casa, escuela, parque, las tres iglesias con sus campanarios melodiosos y los coterráneos arremolinados, eran objeto de ese abrazo espiritual indefinible enviado desde arriba.
Enfilando el aparato por la calle Bolívar, sobrevolaba a pocos metros del hogar querido, balanceándose daba vuelta para “entrar en barrena” e insistir con el mensaje filial a sus padres y al terruño (cuentan que en cierta ocasión muchas tejas del municipio cayeron). Dos o tres pasadas precedían a la ascensión impecable. Rebosante de satisfacción se alejaba, confiando en que Otavalo caminaría siempre adelante, porque el amor de sus hijos es eterno.
Entre las visitas realizadas, destaca la del 31 de octubre de 1947. A pesar de que el jefe del Servicio Meteorológico de la Base Aérea Mariscal Sucre, alertó sobre la proximidad de una tormenta con fuertes vientos procedentes del noroeste, e hizo conocer del peligro a los aviadores presentes, Sixto Mosquera resolvió despegar con rumbo a la cita ineludible, obviando riesgos inminentes, minimizados por esa irresistible atracción telúrica que ejerce el lugar de origen.
Un viaje lleno de peripecias prometía la bruma reinante. A las 10h00 alcanzó los 4.500 pies, amenazador, un gran manto de nubes grises pretendía impedir el paso al avión cuya envergadura se cubrió de granizo en el páramo de Mojanda, perdiendo estabilidad y altura. La tenacidad y pericia vencieron todo obstáculo, haciendo posible el reencuentro, y que la veneración paseara apartando aires festivos.
El vuelo siniestro, final e inexorable, llegó a la existencia de Sixto Mosquera un 9 de mayo de 1949. En las breñas del Runtun (estribación oriental del Tungurahua), rindió tributo a la muerte. El perfil de una aeronave delineado en las vellosidades de su amplio pecho, hizo posible la identificación del cadáver, ya que su rostro de tez blanquecina y cabello castaño medio ondulado, había sido aniquilado por decisión irrevocable del destino.
Muy adolorida, la patria chica acogió en su seno a un hijo predilecto, envuelto en el emblema patrio, sus despojos mortales repasaron la calle real en recorrido lento hasta el cementerio, y desde aquel memorable día, el avioncito de hojalata atrapaba la mirada de las generaciones nuevas y la efigie aún perenniza el recuerdo glorioso.
Autor: Núñez Garcés, Jaime. Comunicación personal, 27 de abril de 2022.